Por Erskine Caldwell*
Trabajé toda la semana ayudando a construir una presa a través del río y el sábado por la noche fui a la ciudad con uno de los trabajadores. Con el dinero que habíamos ganado durante la semana jugamos a los dados en unos billares y bebimos whiskey. El domingo por la noche compramos unas cuantas botellas más y pagamos a dos mujeres para que pasaran la noche con nosotros. Cuando me levanté a las cinco de la mañana del día siguiente para ir a trabajar, desperté al otro hombre y le dije que se vistiese. Se levantó y se miró al espejo durante un rato y bebió otro trago de la botella. Le dije que se apresurara. Él dijo que Dios había estado mordiéndole los talones desde que tenía diez años y luego agarró su pistola y gritó: “¡Cuidado, voy a matar al hijo de puta!”. La bala entró en su cabeza y en unos pocos segundos rodó de la cama y se quedó quieto en el suelo. La mujer que había dormido con él se levantó y dijo: “Otro pobre diablo que sucumbe ante la depresión del lunes por la mañana».
*Fragmento de su libro El sacrilegio de Alan Kent.
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