Los libros, repletos de sangre, quedaron esparcidos por el suelo. El hombre que los cargaba un momento antes estaba a un lado suyo, a pocos metros, también ensangrentado; sus gafas oscuras, aplastadas, junto a él. Todos eran iguales, los libros, y un par quedaron dentro de la bolsa de tela en la que los llevaba cargando y resguardando de la breve lluvia; este hombre, de aspecto ya insignificante, era el autor, y aquel era un tiraje de unos cuantos ejemplares numerados que acababa de recibir de la imprenta quince minutos antes de ser atropellado, y que estaba a nada de repartir entre sus conocidos y familiares, sobra decir que sus únicos lectores. Se trataba, pues, de su nuevo libro de cuentos. La gente, que ese día era mucha en aquella plazoleta, se arremolinó en torno suyo y lo observó un rato antes que nadie llamara una ambulancia. Alguien, un valiente, de pronto tomó un ejemplar, el que tenía menos sangre, leyó el título en su mente, abrió el libro, miró la solapa; del mismo modo leyó el nombre del autor y su información biográfica, pasó las páginas tan rápido como todo el mundo quisiera leer los libros y, tras cerrarlo, echó un vistazo a la cuarta de forros, escrita por otro autor para él desconocido. Aquel valiente no tenía idea de que este hombre cincuentón, calvo, panzón, feo, ciego porque un día se echó vodka en los ojos con un gotero, era un escritor humillado por otros, colegas suyos, contemporáneos todos, que tachaban de inmunda su escritura con la autoridad que les concedía su prodigiosa palabrería. Y lo era, no cabía duda que este escritor escribía muy de la verga, pero aquel valiente no lo sabía, y sin estar seguro del porqué, devolvió lentamente el ejemplar al pavimento. Luego se limpió las manos en el pantalón. Una ambulancia llegó entonces, y todos aquellos curiosos escucharon cuando el hombre fue declarado muerto. Un paramédico, lo más discreto que pudo, se metió las gafas en uno de sus bolsillos del pecho. Un barrendero, un rato después, vació todos los libros en su carrito.
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