Por Arthur Miller*
Las dificultades que encontramos para aceptar el origen político -llamémoslo así, a falta de otra palabra mejor- del Diablo obedecen en gran parte a que no solo lo invocan y lo condenan nuestros antagonistas sociales, sino también los de nuestro propio bando, sea éste el que sea. Es bien conocido que la iglesia católica, a través de la inquisición, cultivó la idea de Lucifer como suprema encarnación del mal, pero los enemigos de la iglesia no se han apoyado menos en Pedro Botero para mantener cautiva a la mente humana. Al mismo Lutero se le acusó de haberse aliado con el infierno, y él, a su vez, acusó de lo mismo a sus enemigos. Para mayor complicación, estaba convencido de haber tenido contactos con el demonio y de haber discutido de teología con él. A mí esto no me sorprende, porque en mi universidad un catedrático de historia -luterano, dicho sea de paso- reunía a sus alumnos postgraduados, bajaba las persianas y se comunicaba en clase con Erasmo. Nadie, que yo sepa, se burló de él de manera oficial, y la única explicación es que las autoridades universitarias, como la mayoría de nosotros, son hijas de una historia que todavía mama de las ubres del demonio. En el momento de escribir estas líneas solo Inglaterra ha resistido la tentación contemporánea del demonismo. En los países de ideología comunista, la resistencia a cualquier importación está ligada a los súcubos capitalistas de insondable malignidad y, con respecto a Estados Unidos, a cualquier persona que no sostenga opiniones reaccionarias se la puede acusar de complicidad con el infierno rojo. De este modo la oposición política recibe una capa de inhumanidad que, desde ese momento, justifica la abrogación de todos los hábitos de relación civilizada utilizados de ordinario. Un criterio político se identifica con el bien moral, y oponerse a él se convierte, ipso facto, en maldad diabólica. Una vez que esa identificación se lleva a cabo en la práctica, la sociedad se convierte en un cúmulo de intrigas y contraintrigas, y el papel fundamental del gobierno deja de ser el de árbitro para convertirse en el azote de Dios.
*Fragmento tomado de su obra teatral Las brujas de Salem.
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