Por Bryan Cranston*
No pasaba nada, y de repente… Alfred Hitchcock. Reconocí su silueta de inmediato. El personal de seguridad lo condujo con rapidez a través de la entrada posterior; el chofer y el aparcacoches se habían hecho cargo de las puertas de la limusina. Yo no sabía bien qué se esperaba de mí. ¡Pero qué diablos, era Alfred Hitchcock! Me decidí a despedirlo con amabilidad cuando saliera. Una hora después empezó a reunirse gente entorno a la entrada posterior y presentí que estaba por salir. Así fue: Hitchcock salió y se dirigió al coche que lo esperaba. Me apresuré a adelantarme para abrirle la puerta. Cuando se acercó, le pregunté en voz baja:
—¿Todo bien, señor Hitchcock?
Esperaba que me regalara un poco de sabiduría que yo atesoraría para siempre. Él se inclinó para subir a la limusina, se volvió ligeramente hacia mí y respondió:
—¡¡Uuufff!! —sacudió los brazos como si quisiera espantar una mosca y se zambulló en el asiento trasero. Permanecí ahí, como un tonto, durante un momento. Después regresé a mi puesto.
Esa fue mi primera experiencia con una leyenda hollywoodense. Y puesto que iba a ser policía, seguramente también sería la última.
*Fragmento de su autobiografía Secuencias de una vida.
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