Odiaba cada que un ratón caía en una trampa. Porque sabía que ése era el momento impostergable de su muerte. Del ratón. Pero no tenía de otra, se decía Abstemio para resignarse, para justificarse, puesto que no tenía las agallas de tomar la trampa y depositar al animal vivo en una bolsa y luego en un bote de basura; no tenía los arrestos para lanzarlo a una cubeta con agua para que se ahogara allí y amaneciera muerto al día siguiente (siempre caían en la oscuridad de la madrugada). Sus chillidos lo perturbaban como nada, aunque dejar que huyeran tampoco era opción (y eso que un par de veces presenció cuando dos lograron, frente a sus ojos, escapar del pegamento sobre plástico negro): ‘Si dejas uno vivo se reproducen diez’, le dijo la señora del mercado que le vendió las trampas y un veneno en forma de croquetitas moradas que jamás se tragaron. Por lo que también pensó en un exterminador, pero un vecino le advirtió que tendría que pagarle a quien llevara a cabo la matanza por hacerlo prácticamente en toda la cuadra, pues ésta llevaba años infestada. Un gato lo habría matado a él por ser alérgico. Así que optó por un método que le pareció propio de la crueldad del verdugo en que se convirtió: tomaba el trapeador, y con el filo de una de las puntas del jalador golpeaba la cabeza del pequeño roedor, el cual moría a los dos golpes si estos eran certeros. En un principio no lo fueron, desde luego. Y pese a que había dominado esa técnica, Abstemio no había podido olvidar la vez que uno, el primero, se sujetó del jalador con sus patas delanteras y trató con toda su fuerza de liberar las patas traseras de la trampa. La forma en que el ratón luchó por su vida le pareció ejemplar: él jamás había luchado así por nada, y cuando tuvo que golpearlo unas cinco veces hasta que el bicho dejó de moverse, Abstemio lloró sin consuelo y se quedó mirando el cadáver hasta que amaneció. Solo así, en ese silencio eterno, pudo meterlo en una bolsa y luego a la basura. La sangre fría que necesitaba para dicha labor, sin embargo, se fue congelando conforme los días pasaron y los ratones cagaban sin parar en ciertos rincones de la cocina y de roer ciertos espacios de su sala, provocándole incluso pesadillas en las que amanecía rodeado por ellos. Su sangre se heló porque no quisieron irse por las buenas, pensaba él, el día en que tapó con un pedazo de madera el hoyo por el que creía que provenían; aún así los ratones seguían llegando, una y otra vez, convirtiendo la empatía de Abstemio en ira, resentimiento y un deseo atroz de venganza y supervivencia que expresaba con un ’o tú o yo’ antes de asestarles los golpes. La segunda y tercera vez que lo hizo le pedía disculpas al roedor en cuestión por aquello que iba a hacer. Le parecían tan frágiles. Pero con el ratón cincuenta y tres eso quedó muy lejos.
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