Un hombre sin brazos, piernas, ciego, sordo e incapaz de hablar, ‘vive’ atado a la cama de un hospital. Todos los días, a todas horas, sueña con la persona que fue antes de que la guerra lo aniquilara. Sueña con su padre, con la mujer que amaba. Habla con ellos e imagina y recrea los recuerdos que su memoria, su imaginación y la consciencia de pertenecer a un mundo en el que está completamente solo, le motivan. La muerte, piensa él por lo tanto una y otra vez, debe ser un lugar mucho mejor; todos los días y todas las horas este hombre reza porque llegue pronto y lo arrebate de tamaña pesadilla. Dicha historia, ‘Johnny got his gun’, escrita (primero como novela, luego como guión) y filmada por Dalton Trumbo, inspiró a James Hetfield, vocalista y guitarra rítmica de Metallica, a escribir ‘One’ (‘The ultimate darkness’, dice sobre ella en este video), una de las piezas maestras de esta banda que un día nombré mi favorita. Treinta años después de la realización del videoclip, para el cual se tomaron prestados fragmentos del filme (intercalados con los brazos, piernas, y cabezas greñudas en blanco y negro), Metallica y el director se sentaron en círculo con David Fricke, el afamadísimo periodista de Rolling Stone, para hablar sobre la cuarta canción de su cuarto disco; para hablar sobre la historia detrás de esa portentosa composición thrashera llamada ’…And justice for all’. A la luz y a la sombra de los años, los involucrados coincidieron, entre otras cosas, con que ese trabajo no solo recogió el dolor y la rabia por la pérdida del bajista que se convirtió en leyenda (Cliff Burton), sino que fue la explosión de la técnica y el poder que se habían acumulado gracias a sus tres álbumes anteriores, aquellos que, junto con éste, aún son el soporte de su trayectoria; un disco que a su parecer, y coincido, es la cúspide de sus capacidades compositivas y de interpretación. Mi primer contacto con dicho material fue hace varios años, a través de una copia pirata que, por supuesto, era de mi primer gran mentor: mi tío Marcos. (Era el único disco que él tenía de ellos.) Pero su crudeza y potencia sin concesiones fueron demasiado para mis ávidos oídos adolescentes a pesar de que ya habían probado la oscuras mieles de bandas como Morgoth, Obituary o Terrorizer. Me bateó. No sé cuántas escuchas tuvieron que pasar entonces para que cierto día lo considerara mi álbum favorito; es probable que fuera la misma época en que decidí tatuarme su portada, la de la justicia ciega, en alguna parte de mi brazo derecho, para así llevarlo conmigo no solo en mis recuerdos adolescentes, sino también en la sangre del hombre que en algún momento se ha sentido como aquel otro: sumergido en la oscuridad, postrado en una cama, alimentado solo por los sueños, la imaginación y los recuerdos de días que, por lo menos ahí, parecen ser mejores, aunque nadie pueda asegurar que lo fueron.
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