Rojo y negro

Para Fer

Entre más rojo el horizonte quiere decir que la noche se hará cargo de todo muy pronto. Rojo. Un color que relaciono siempre con Interpol. Será porque la única camiseta que tengo de ese color lleva el logo de esta banda neoyorquina estampado en negro; una combinación que por supuesto me recuerda a la sangre. La traigo puesta. Por mí, su primer álbum pudo llamarse Turn on the red lights. Rojo. Rojo y negro, como la portada de ese disco. Rojo y negro, como la novela de Stendhal que perdí el mismo día que empecé a leerla. (En realidad nunca la empecé: la abandoné en algún banco de alguna calle para que alguien más lo hiciera.) Este horizonte rojizo es amplio, amplísimo; algunas nubes se extienden plenamente sobre él y le brindan algunos tonos de naranja, de amarillo, de azul. Camino junto a ella. Lleva roto el corazón y una camiseta negra. Yo, yo no tendría que estar aquí, a su lado, caminando entre el terregal y las alfombras de este sitio que alguna vez fue un aeropuerto. Eso piensa ella, pienso, pero aún así caminamos juntos, y para cuando llegamos a uno de los escenarios la noche ya ha caído sobre nosotros de lleno. Una mujer con peluca y vestido negros canta en este momento; canta como cantan muchas otras, y azuza a los fans de Interpol diciéndoles ahorita nos toca a nosotros, dejen de estar chingando. Ahorita me toca a mí, quiso decir; yo soy la dueña del escenario, mírenme; miren cómo me meneo, miren cómo todos me aplauden por hacerlo. Es así que pedimos un par de tragos. No, no tendría que estar aquí, pienso, en zona vip, caminando a gusto entre gente que de verdad pudo pagar por esto. Vemos a la diva parloteando un momento más, con nuestras respectivas bebidas en las manos, hasta que ya no la soportamos y cambiamos de escenario. Entre el torbellino de polvo y la oscuridad es posible distinguir a los miles que están aquí caminando, en todas direcciones; todos a todas partes y a ninguna. Ahora pienso en un hormiguero. Un hormiguero rojo y negro, sin organización. Nos detenemos un instante entonces, para tomarnos una foto; el flash resplandece un momento entre las tinieblas y luego yo le tomo una foto a ella sola, pero no me queda bien a pesar de que más de una vez lo intento. Así que mejor brindamos: por estar aquí. No habíamos viajado nunca juntos, le digo en el camión de camino hacia acá. Claro que sí, me dice. Nunca solos, le digo. Es verdad, me concede. Qué mejor que para ver a Interpol, le digo. Sabía que no te resistirías, me responde. Sonrío. Por supuesto que no, pienso. Han venido un par de veces antes. O tres. No tengo idea, pero nunca alcanzo boleto, le cuento. Tiene poco que los escucho. Desde que casi por casualidad vi el video de «All the rage back home«. Digo que casi por casualidad porque el título me pareció asesino. Melancólico, brutal, para corazones oscurecidos, destrozados. O enardecidos por la existencia. Embriagados por la vida. Así que le piqué y escuché. Así era. Así era el video, así era la canción. Así era Interpol. Por lo que comencé a escuchar sus discos. Todos, en desorden. Sin distingo. Eso le cuento, y esta noche, luego de ver a un payaso salir al escenario desde uno de esos sanitarios portátiles azules, insultar al público y al público celebrarle sus insultos y sus sintetizadores; luego de ver a una leyenda mexicana del rock como Caifanes (jamás los había visto, con todo y su Saúl Hernández cuyo peinado me recordó al de mi abuelita fallecida), escuchamos ella y yo juntos a Interpol, de pé a pá. Entre traguitos de ron y cerveza los miramos, como todos los asistentes de este festival (al menos eso parece la marea de gente que se arremolina para verlos: todos los asistentes del festival), con absolutos fruición y deseo. Del set list que se avientan, una canción no identifico. No lo digo por fan o por sabiondo, al contrario: me temo que no soy ni una ni otra aunque me gusten mucho. Porque tampoco recuerdo los títulos de varias rolas aunque las conozco; y no canto todas las partes de todas las canciones porque no me sé todas las partes de todas las canciones; no recuerdo los nombres de los integrantes excepto por Paul Banks (no canta tan feo como en algunos videos en vivo que había visto, le digo), y me sé, acaso, el nombre del baterista (más no su apellido), pues es mi tocayo. Sabrá Dios quién es el bajista que los acompaña y que toca tan macizo. Ni hablar del guitarrista que a veces también toca medio gachito. Pero salto, grito y hasta mateo (en «Roland» casi me rompo el cuello) con toda la devoción que puedo la casi hora que se echan al ruedo. Ella también. Y por un momento su pesar desaparece hasta casi extinguirse en el aire junto a los papelitos que vuelan un instante sobre la gente y que se pierden en la negritud del cielo. Para luego caer.

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