Por David Carr*
Todas las resacas comienzan con un inventario. A la mañana siguiente, la mía empezó por mi boca. Había pasado toda la noche cociéndome y mi boca estaba tan seca como un hueso de pollo de hace dos años. Mi cabeza era una pequeña prisión, llena de gritos de alarma y dolor, y cada movimiento parecía agitar trozos de cristal roto dentro de mi cráneo. Inspeccioné mi brazo derecho, que estaba cubierto de sangre, y vi que aún tenía dentro trozos de cristal. Y esto no es ninguna metáfora. Me dolían las piernas, pero cada una de forma muy distinta.
Tres cuartas partes de mi cuerpo se encontraban bastante destrozadas: “vaya noche debí pasarme”, pensé con aire ausente. Entonces recordé que me había abalanzado sobre mi mejor amigo a la salida de un bar. Y, ahora que lo pensaba, eso fue antes de que intentara derribar su puerta a patadas y rompiera una ventana de su casa. Y recordé, por un instante, la mirada de horror y de miedo en el rostro de su hermana, una mujer a la que adoraba. Había sido tan hijo de puta que mi mejor amigo me había tenido que apuntar con una pistola para que me fuera. Y entonces recordé que me había quedado sin trabajo.
Fue una cascada de remordimientos, a plena luz del día, de esas que conocen bien todos los adictos. De esas en las que crees que ya nada puede empeorar, pero empeora. Cuando se toca fondo, la fría realidad siempre es una sorpresa. Durante quince años había hecho un recorrido aparentemente natural de fumar porros a ser un alborotador, de pendenciero a desagradable matón. A mis treinta y un años estaba quemado en mi profesión y corrupto moral y físicamente, pero todavía me quedaba casi un año en aquella espiral. Esa vida, la Vida, aún no había terminado para mí.
*Fragmento de su libro La noche de la pistola.
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