Ganó todos los concursos literarios de la temporada y al principio nadie se explicó por qué. Nadie sabía, en realidad, de quién se trataba aquella autora detrás de dicha hazaña. Letrina era su nombre. Una máquina inventada por J. R. Mawazevics, científico (¿loco?) que deseaba probar que cualquier máquina podía escribir mejor que cualquier persona. Al menos en aquellos concursos, que comprendieron poesía, ensayo, novela, cuento, lo demostró al arrasar con los primeros lugares, dejando fuera a reconocidas plumas de la literatura de su país. Hay que decirlo –declaró el inventor cuando lo entrevistaron, en conferencia de prensa, para los medios del mundo–: ninguna de las convocatorias prohibía la participación de robots; prohibían otras cosas, unas quizá más absurdas que ésta, así que lo aproveché. Y era cierto, por lo que en cada una tuvieron que publicarle y darle los respectivos dineros, sin reparo, a Letrina Asunción Domínguez, nombre oficial con el que J. R. Mawazevics registró a la máquina en todos aquellos concursos. Mi madre fue una excelente escritora a la que nunca se le consideró en el amplio panorama de las letras: jamás fue publicada, mucho menos premiada, por lo cual un día decidí que tenía que vengarme por tan enorme falta de respeto y consideración por parte del despreciable mundo de la literatura, explicó el inventor en la misma conferencia de prensa cuando le preguntaron por qué hizo lo que hizo, mientras sostenía a Letrina entre sus manos: era una máquina muy pequeña, de bolsillo, parecida a una calculadora.
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