Mi primer nombre es el de mi abuelo paterno, y cuenta la historia familiar que hubo un día en que compró el predio que está en la esquina que une las calles de Dvorak y Leon Cavallo, en la colonia Vallejo, al norte de la Ciudad de México. Cuando murió, ese terreno se lo repartieron entre varios de sus hijos, los cuales, de los dos matrimonios que tuvo, sumaron más de diez (digo sumaron porque muchos ya se murieron; si no me equivoco, ya solo viven los hijos del segundo). Yo pasé ahí mi primer año de vida, con Lucero y Abraham, mis padres, en un pequeño cuarto de azotea construido encima de la casa que habita mi abuelita Chenchita (abuelita paterna) desde hace setenta años (llegó ahí a los catorce; al momento en que escribo esto tiene ochenta y cuatro).
Crescencia Zamora Camilo es su nombre completo, y de lo poco (o mucho) que sé de su historia es que nació en Temascalapa, municipio del Estado de México, lugar al que la familia paterna solemos llamarle, de cariño, el Pueblo.
Hace poco fuimos juntos. Ella, su hija Ruth (tía paterna), los hijos de Ruth, Domingo y Andrea (primos), y yo. Como hasta el día de ayer viví en una de las casas que conforman el domicilio de Dvorak 54, una que está junto a la de Chenchita, y como Ruth suele ir a visitarla para monitorear, entre otras cosas, su estado de salud (Ruth es médico), ese fin de semana que fueron al Pueblo me les pegué. Y aunque esa es otra historia, tenía más de quince años de no ir, y como esas ocasiones suelen ser así de distantes, opté por acompañarlos para tomar algunas fotografías.
A primera vista el Pueblo es un lugar hermoso y apacible, aunado a que fuimos en días de la feria municipal, lo cual le dio ese toque aún más ‘pintoresco’, por sus habitantes y comerciantes conviviendo en sus calles, en su centro.
No pude evitar comentarle a mi abuelita, una vez que llegamos a casa de la tía Félix (sobrina de Chenchita), y tras degustar rico pollo con arroz:
–Usted que siempre vive encerrada… debería venirse para acá, abue, con su gente, al campo…
–No, no me gusta, nunca me ha gustado –dijo, seca, y quienes estábamos en torno suyo, además de la tía Félix, su nuera y sus nietos, enmudecimos y no dijimos nada más.
Y es que de esos setenta años que lleva viviendo en Vallejo, entre sus plantas y sus pájaros, con la poca luz del sol que entra ahí (una novia que tuve y que me acompañó un par de veces ahí, al ver el lugar dijo que aquella era la casa de Aura, personaje y novela de Carlos Fuentes), y a pesar de que mi padre, o mis tíos o yo estamos al pendiente, creo que mi abuelita Chenchita ha ido cayendo, con su casa, en una especie de (¿inevitable?) abandono y soledad que, vaya, supongo, no son buenos para una persona mayor.
Qué más me encantaría que estuviera apacible en su pueblo (al que cada vez visita menos), en el campo, en el sol, sin preocuparse de mucho. Pero creo que ni siquiera imagino lo que para una persona debe ser vivir en el mismo sitio siete décadas (o por qué no le gustaría volver al sitio que alguna vez dejó). No sé si algún día podré entenderlo.
Así que opté por irme con Domingo a dar el rol para tomar unas cuantas fotos en la feria. Porque las fotografías, así como las historias, la narración oral de anécdotas ‘heroicas’ (¿heroizadas, debería decir?) del pasado, han acompañado mi vida, especialmente del lado de mi familia paterna (y, recientemente, de la familia materna, con el desempolvamiento –y por lo tanto redescubrimiento– de algunas fotos que estaban arrumbadas por ahí).
He visto fotos de mi abuelita Chenchita donde se le mira muy joven. Una, especialmente, en la que aparece junto a mi abuelo paterno, quien le llevaba más o menos cuarenta años. Una inmundicia propia de la época, la del hombre blanco ojiverde que acude a un pueblo, ‘enamora’ a una muchacha y se casa con ella. O se la roba, que es casi lo mismo.
Se le mira, insisto, muy joven, acaso alegre.
Dicen que me parezco a ella.
En los ojos.
En el tono de la piel.
He visto algunas otras fotos suyas, pero no muchas más. Son fotos de la época más reciente, de los últimos treinta años, los años que, digamos, tengo de conocerla. En muchas de esas fotos mi abuelita Chenchita sonríe, y su sonrisa es de las más bellas que he visto (ojalá yo tuviera su sonrisa).
En fin que luego de vivir ese primer año de existencia en Dvorak 54, nos mudamos a Ecatepec. La razón, al menos la que me han contado mis padres, es que mi abuelita materna, mi abuelita Mari (quien falleció hace ocho años, postrada en una cama, dejándose arrastrar por sus ensoñaciones) se ofreció para cuidarme. A mí y a Martha, la hermana menor que estaba en camino. A mí y a Cindy, mi hermana mayor (media hermana), a quien ya cuidaba desde seis años antes.
A partir de entonces mi abuelita Mari nos recibió, a mis hermanas y a mí, en su casa de Melocotón 20, en Jardines de Ecatepec, Ecatepec, Estado de México. Nos cuidó hasta que tuvimos la edad necesaria para ya no necesitarlo (por ay de los quince años), y murió cuando yo rondaba los veinticinco, cuando poco a poco dejó de recordar quiénes éramos aquellos con los que vivió tanto tiempo.
Lo último que me dijo, su cuerpo inerme aunque apacible sobre la cama de mi madre Lucero (porque mi abuelita Mari, sin duda, fue como una madre para todos), era que me quería mucho. Y me dio un beso.
El día de su funeral, borracho de whisky en anforita, al amanecer, visité Melocotón 20 con quien entonces era mi pareja. Entramos (se podía entrar usando prácticamente cualquier llave), y recuerdo haberme dirigido a cada rincón de esa casa, una casa que ya daba grandes visos de abandono (que mantuvo los ocho años posteriores). Me recuerdo hincado en el baño, llorando como pocas veces he llorado, y recuerdo haberme ido de ahí despidiéndome de una vecina suya, de la edad de mi madre, quien aún vive casi enfrente y quien me abrazó como nunca me había abrazado.
Un año antes de eso, a los veinticuatro, me mudé a Dvorak 54 en mi primer intento por ser libre, independiente. Adulto. No tenía idea, desde luego (como seguro no la tengo ahora de lo que viene por delante), del fracaso que atravesaría, pero bueno, por aquel entonces me recuerdo muy entusiasta al respecto. Y es que cuando uno vive en Ecatepec se ve propenso, además de a ser asaltado en el transporte público, a llegar tarde a su destino por los terribles problemas de tránsito que provoca la sobrepoblación (de automóviles). Así me ocurrió en mi primer trabajo formal (llegué una hora tarde, el primer día. Obvio me regresaron), por lo que no quería que me pasara otra vez. Al no poseer ingreso alguno (parecido a la actualidad), y al saber que el pequeño cuarto de azotea en el que viví mi primer año de vida estaba, digamos, disponible para usarse, hablé con mi padre sobre esa posibilidad. Aceptó, y me mudé tan rápido como pude (al tampoco tener recursos para pagar una mudanza, me recuerdo llevándome mis pocas cosas poco a poco; una de esas veces salí de Ecatepec a Dvorak 54 un domingo en la noche, en una combi, con mi mochila llena de triques. Puedo decirlo ahora: me sentí un tanto desamparado, triste, melancólico; como suelo ser, pues, pero un poco más agravado por la sensación de no saber si estaba haciendo lo correcto. En el fondo pensaba que sí, en el fondo ansiaba que así fuera).
Creo que estuve ahí menos de un año cuando empecé a salir con quien fue mi pareja, quien se mudó conmigo no mucho después. (Muy temprano en la relación, quizá, pero no me arrepiento.) Del cuartito de la azotea donde vivimos nuestro primer año no pasó mucho para que nos mudáramos a la casita a un lado de la de mi abuelita Chenchita, donde viví hasta ayer.
Creo que fue en ese tiempo, tras prácticamente jamás haber convivido con ella, con Chenchita, en el que pude platicar y conocer más aspectos de su vida pasada; de pronto degustábamos una copita, o lavábamos algo en el patio, en nuestras respectivas piletas, al mismo tiempo, y ahí se suscitaba la conversación. A mi abuelita Chenchita siempre le ha gustado platicar (con mi pareja platicó mucho), sin embargo suele ser una mujer seria, dura, hermética. De pronto no tiene ánimos ni de saludarte. Y creo que, en el fondo, siempre ha sido así. Y es absolutamente comprensible: llevar setenta años ahí en Dvorak 54, su vida entera desde que era una adolescente, en las circunstancias en las que lo vivió: enviudando en sus treintas, enfrentando las chingaderas de los parientes de su esposo (quienes nunca, en realidad, la aceptaron), trabajando cincuenta años en un mercado vendiendo escobas para sacar a sus hijos adelante, y demás asuntos turbios que seguramente desconozco, simplemente me hace entrever (porque estoy seguro de que jamás lograré comprenderlo del todo, ni aunque escribiera sus memorias) el dolor por el que ha atravesado esta mujer.
Un dolor que también atravesó mi abuelita Mari, quien enviudó dos veces.
Un dolor que atravesó la que fue mi pareja al vivir conmigo.
El dolor que infringe el machismo, sin duda, en los tres casos, motivo por el cual, en el nuestro, en el de mi pareja y yo, nos separamos hace casi cuatro años (honestamente ya no sé el día, ni la fecha. La he ido olvidando entre el dolor.) Vivimos un par de años, o tres, o cuatro, en Dvorak 54, y yo viví un poco más ahí solo, quizá el doble. Ahora que hago la cuenta me sorprende. Demasiado para mí, pues fue muy pesado el fracaso que conllevó todo ese tiempo (y que es materia de otro texto), tiempo en el cual no le había tomado una sola foto a mi abuelita Chenchita. Le había tomado al espacio (que es una especie de vecindad, pero sin serlo), a sus pájaros, a las ventanas, a su casa por fuera, pero nunca a ella.
Y ni queriéndolo hacer pude. No como hubiera querido. Es decir: sé que mi abuela es renuente, quisquillosa, desconfiada. Y aunque quizá no se habría negado a que le tomara un retrato frontal, autorizado, busqué, como fotógrafo en ciernes que me considero, tomarla al natural, en su entorno.
Así lo intenté.
El resultado son las fotos que acompañan este texto.
Al verme tomarle una, y luego otras a los rincones de su casa, como un invasor, como un intruso (por más discreto que pretendí ser), me preguntó:
–¿Para qué las quieres?
Como un novato no supe bien qué decir.
Creo que me resultaría más fácil explicarle a un desconocido que a un familiar con el que, a pesar de vivir siete u ocho años juntos, el hielo de la relación no terminó por derretirse del todo.
–Para un artículo de una revista sobre personas de la tercera edad que acompañaré con este material, abuela, si me lo permites –quise decirle, pero balbuceé alguna otra cosa que ella aceptó porque no alcanzó a distinguir lo que dije. (De tal modo que, ante mi tranza, acudió a mi padre para preguntarle para qué quería yo esas fotos, si para subirlas al feis –su hija Ruth usa feis y sube fotos, por eso mi abuelita topa– o pa qué. En fin que yo espero que este texto no le moleste –ni las fotos, que le compartiré junto con el escrito si acaso se publica–.)
Creo que en uno de los retratos que le hice alcanzó a reír luego de que ella misma dijera que iba a ‘salir como una momia’. Espero que no sea solo mi impresión y logre verse esa hermosa sonrisa suya de la que ya he hablado. Una que me regaló como despedida hoy, cuando fui a verla a su casa, a un lado de la mía, para darle las gracias por todo el tiempo compartido (por su arroz rojo, el mejor de la vida), por todas las atenciones que tuvo conmigo. Le dije que finalmente me mudaría (ella ya lo sabía, pues me dijo: será para bien, ya verás) a Melocotón 20, la casa que fuera de mi otra abuelita, Mari, un espacio al que, no sé por qué, siempre quise rescatar del abandono.
Del olvido.
Tal parece que hoy que tecleo esto (en mi segunda mudanza, con el vacío natural del primer día, con el firme propósito de dedicarme aquí a escribir), en este lugar que hasta hace no mucho solo era polvo y escombros (hoy limpio y lleno de luz), jorobado frente a mi nuevo escritorio (aunque en la misma compu), lo estoy haciendo.
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