En memoria de Diego Andrés Jiménez Otero
Hay una foto en la que estamos
tú y yo
(y otros dos chicos, el otro Diego,
y aquél a quien le decíamos Gonchito Alonso);
estamos juntos, creo, abrazados, en medio de la foto,
como solíamos estar aquellos días,
solo que vestidos como vaqueros.
Esa foto se tomó durante un bailable
en la primaria en la que compartimos varios años,
la Vicente Guerrero,
por lo menos dos ciclos muy fructíferos, quinto y sexto,
en los que cruzamos ese inevitable limbo
que separa la niñez
de la adolescencia.
De eso tiene veinte años y hoy
hoy me entero que has muerto; algo
se ha apagado para siempre
en mi corazón.
Habrá sido en la calle, cerca de donde vivíamos, la última vez
que nos vimos.
Nos saludamos como siempre:
Qué gusto verte, canijo, cómo estás.
La enfermedad que valiente llevabas combatiendo un buen rato
te había cambiado el semblante.
(No era para menos.)
Ya no eras el mismo y yo también
había cambiado;
supuse entonces que aquellos días, en los que íbamos
a las maquinitas del Don
o cuando jugábamos Súper Nintendo en tu casa
serían ya solo recuerdos,
memorias que hoy me permiten evocarte.
Nadie como tú
para tantas cosas. No solo eras bueno
jugando el King of Fighters,
también lo eras con el balón bajo tus pies;
una pierna derecha educada como pocas, te recuerdo
en las canchas del canal, toda tu deslumbrante técnica
mientras portabas el uniforme del Atlas; delantero fiero,
supe que algún día jugarías
futbol profesional.
Eras, además, un chico guapo;
las chavas se derretían por ti
mientras nosotros, tus amigos, mirábamos a la distancia
y tratábamos de ponernos al parejo
en otros ámbitos
como en la escuela (ja ja),
en las matemáticas
o el español;
territorios, vaya injusticia, donde también eras destacado.
No había forma de igualarte.
No había nadie como tú.
No me extraña que hoy llueva, Diego, Chato querido:
el cielo nos ayuda a decir
lo que no podemos,
lo que no somos capaces
de escribir
porque no hay palabras que sirvan
en estos momentos.
Te agradezco, sin embargo, tus sonrisas,
ese buen humor que te caracterizaba
el que nos permitió acercarnos de veras;
porque a veces era imposible, en el barrio, mostrar tantita
vulnerabilidad
(recuerdo aquella vez que nos dimos un leve agarrón en la calle;
yo no quería lastimarte y supe
que tú tampoco querías
lastimarme; así que al final
nos abrazamos).
me mostraste, te decía, en ese pequeño pero indispensable
momento de nuestras vidas
(yo fui antes y después de todo esto)
los alcances de la amistad,
el hermoso ser humano que eras;
la sonrisa de tu padre, cómo iba a ser de otra forma:
don Ramón y tú finalmente
están juntos
de nuevo.
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