Te debo la vida, Bukowski.
Y si no, por lo menos, la sonrisa de aquella mujer.
(Que viene a ser lo mismo.)
Yo era universitario, en esos días
el cabello me llegaba
—casi—
hasta el culo.
Y pensaba: si no ligo
ahora
todo lo que no he ligado
en mi vida
jamás
lo ligaré.
Fue una tarde, que caminaba dispuesto a entrar
al metro
luego de un pesado día de escuela
en el que mi vocación me había abrumado
casi tanto
como ella,
cuando me detuve en el puesto de libros que ahí había
y miré los títulos: ediciones piratas
de accesible precio
para miserables
(universitarios)
como yo.
Y ahí estaba tu nombre, tu apellido
un libro gris de letras rosas; una mujer enmascarada,
desnuda
encima de un tótem/jabalí
en la portada.
El amor es un perrro infernal, así
con tres erres, escrito
estaba el título y me dije: vaya,
qué chingados
será esto.
Era poesía.
Nunca, probablemente
había leído un libro de poemas.
Mucho menos como esa vez, en la que bebí
tus escritos conforme el metro, atascado
de gente, de otros jóvenes (miserables)
como yo
avanzaba lento
por el túnel negro
una y otra vez
hasta la última estación.
Un par de días después le leí
uno de tus poemas
a aquella mujer
de hermosos ojos, como sus pechos
que me había bateado
varias veces
como muchas otras, sin miramientos.
«¿A poco eres poeta?», me dijo antes
de que empezara a leerle el que se llama
como el libro
y que transcribí
en una hoja
de mi cuaderno.
«El amor es un perro infernal»,
dijo, tras escucharme
y sonriente aceptó
a tomarse un par de chelas
contigo.
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