*Por Eusebio Ruvalcaba
UNO
Que el arte de escribir es la escritura misma. Que el gozo de escribir es la escritura misma. Cualquiera otra razón es vacua. Por eso el escritor, el verdadero escritor, goza pergeñar una línea tras otra, enhebrar párrafos, hilvanar las cuartillas. Por eso goza al momento de sentarse a escribir. Mira la hoja en blanco que parece llamarlo como la nieve al alpinista. Mira la hoja y agradece a Dios el don de la escritura. No por lo que vaya a decir, que eso no está en sus manos. Que eso se lo dicta la vida misma. No por el resultado, que si es bueno o malo, de cualquier modo está condenado al olvido. Sino por el acto escritural, es decir, por el viaje.
En la habitación más modesta, en el jardín o en el mundo, se da un paso y luego otro y luego otro y otro más y se termina por regresar al punto de donde se partió. A cero. Lo mismo pasa con la escritura. Que siempre se parte de cero. Que por más obra que haya atrás inexorablemente se parte de cero. Tal vez por eso el escritor escribe y vuelve a escribir, porque asomarse al abismo es fascinante, como la contemplación del fuego.
Creo que hay escritores reblandecidos a quienes la crítica desfavorable lastima profundamente; si por un segundo esos escritores reflexionaran que el resultado de la obra no depende de su voluntad, que asomarse al interior del alma humana va mucho más allá de cualquier acontecimiento volitivo, que el único, el verdadero placer de escribir —su única razón de ser— estriba en eso, precisamente en escribir; y que eso es algo que crítica alguna podrá quitarles. Este tipo de escritor se siente mal, muy mal, cuando advierte que el mundo literario no lo comprende. Gran error: porque está apostando por el resultado de su esfuerzo, por la obra en sí misma. Habriase de limitar a escribir. A escribir y escribir, que en ese momento está desafiando su propia mediocridad. Que en ese momento está construyendo. Levantando casas, tendiendo puentes, arrojando cimientos. Esos escritores deberían comprender que, se haga lo que se haga, las obras maestras no es posible proyectarlas., calcular sus dimensiones, sus secretos, sus pasadizos. Si aquello que se está escribiendo es una obra maestra, pues entonces solo les restará mirarse las manos y advertir lo desnudos que están, percatarse de que no tienen nada aún después de eso. Si aquello que están escribiendo es una vil y sórdida bazofia, no obsta para que no gocen el acto de escribir, para que no se emocionen y deleiten con las palabras, con los personajes, con aquella entidad que se va creando palabra tras palabra, como todo lo creado poco a poco, gota a gota. Paso a paso.
Abundan los escritores a la expectativa de premios, distinciones, reconocimientos. Les gusta ser adulados, que los lleven en los hombros de la lisonja. Muy en alto. Escritores que prefieren un mil y una vez ser elogiados por la crítica y no por cualquier lector común y corriente; escritores que desprecian la opinión del lector de la calle, pero que buscan —presos de un nerviosismo estúpido— lo que se habla de ellos en suplementos o revistas especializadas. Les gusta ser enaltecidos, cuando el más alto elogio no alcanza, ni por asomo, a compararse con aquella experiencia de la mano escribiendo. Quizás por eso vuelven a escribir, porque los elogios son efímeros. Y más bien esos señores son adictos del acto escritural, del ejercicio de la escritura. Quizás ahí han echado el ancla. En ese mar embravecido de la palabra escrita. ¿Cómo saberlo? Quién sabe qué evoquen tales escritores en el lecho de muerte: la premicación, la lisonja, el homenaje, o su persona misma escribiendo, concentrada en lo suyo, ajena al hambre, al calor, al frío o al amor mismo, semejante a aquel gambusino que cava y escarba con verdadero furor en lo que él supone la veta —y a quien asimismo podría preguntársele qué se lleva al averno: la riqueza o la búsqueda del oro.
Hay escritores modestos cuya obra —piensan— no merece la atención de nadie. Y entonces se suman en ostracismos delicuescentes; son los que dan lástima, que si se llevan unas monedas sueltas dan ganas de arrojárselas. Inutilmente son modestos, porque su obra no depende de ellos; porque si es buena o mala se debe —ya se dijo hasta el cansancio— a un misterio inextricable; perono el placer de haberla escrito, razón suficiente para sentirse dichosos y caminar con garbo. Como cuando se acaba de hacer el amor, que todo el mundo parece notarlo. En efecto, el placer de haber escrito esa obra morirá en ellos mismos, olvidados o no, enaltecidos o no. ¿Por qué ser modestos?, ¿a quién puede avergonzarle viajar alrededor de su recámara, del jardín o del barrio?
Pero por supuesto, no podían quedar fuera los escritores inoculados de envidia. Que, como se verá, es de lo más absurdo. Toda vez que el placer de escribir se reduce pues, ese viaje, ¿cómo puede sentir envidia?, ¿cómo envidiar a alguien que hace exactamente lo mismo?, ¿quién puede decir que tal viaje es superior o inferior, si no se mide por el resultado sino por la mera experiencia?
Ahora, ¿qué se requiere para emprender un viaje por la recámara? Muy simple: humildad, voluntad, entusiasmo. Porque sin humildad no se es capaz de pararse en un sitio, en cualquier punto de esa recámara, contar de forma regresiva del diez al uno y emprender la marcha; sin voluntad, nadie puede dar el siguiente paso, y el siguiente y el siguiente. La voluntad es eso: querre algo, desearlo. Y sin entusiasmo nadie es capaz de emprender nada. Porque gracias al entusiasmo aquella empresa —dar un paso, un solo paso— resulta arrojado, emocionante, única. Por algo, en su origen, entusiasmo significa inspiración divina.
DOS
a. Si el acto de escribir —la escritura misma— es el acontecimiento no solo más gozoso sino aquel que reclamaría toda la atención del escritor, lo demás se desparrama, siguiendo una inequívoca ley de la gravedad, hacia abajo. Es decir, pierde toda importancia.
Por ejemplo, el libro mismo. Porque aunque publicar sea la consecuencia de escribir, el escritor, al momento de estar escribiendo, nunca escribe —o no debiera, por más absurdo que se oiga— por publicar. En primer término, porque significa una conseción, y en segundo, porque publicar no se compara, en lo absoluto, con el acto exultante y exacerbado de escribir. La escritura misma es independiente del acto de publicar (es decir, la escritura misma es autónoma de esa gran maquinaria llamada literatura). Un escritor se concentra en lo suyo. Se divierte, sufre, inventa, doma palabras, arma párrafos, edifica cuartillas, a sabiendas de que publique o no aquello. Tal vez ningún editor se percate del talento de ese escritor, tal vez lo desprecien. Tal vez le repitan un no inexorable. O tal vez le ocurra al revés, que los editores lo busquen, lo localicen para exigirle su palabra de que en cuanto termine eso que está escribiendo se los proporcionará completito. Da igual. Sea un escritor cotizado o no. Y aquella visión de su mano escribiendo permanecerá como tatuaje indeleble, en esa extraña zona donde corazón e inteligencia se empalman. El libro mismo será una nulidad ante aquel acontecimiento. Y el libro con todo lo suyo: cuartas de forros, solapas, fotos, portadas. Por eso el escritor verdadero se admirará del libro, porque nada habrá estado más lejos de su cabeza al escribir que el libro mismo como objeto. Y también por eso se asombrará y verá en ese libro un privilegio inmerecido. Porque bien sabe que por publicarle a él se ha dejado de publicar al otro; porque tiene bien claro lo relativo de los juicios editoriales y, más que nada, porque está consciente de la lejanía que representa el libro del acto escritural.
b. Lo que más le conviene al escritor es permanecer alejado de todo aquello que apeste a literatura. En el orden que se desee: presentaciones de libros, círculos de elogios mutuos, revistas y suplementos literarios, dependencia editorial, solapas zalameras, etc., etc.
—presentaciones de libros. Constituyen el trago más amargo para un escritor. Desde el hecho de telefonear a la gente, al amigo, a la amante.»Fíjate que voy a presentar mi libro», dice, y la cara habría de caérsele de vergüenza. Ya le echó a perder la vida a alguien: esa persona estaba muy quitada de la pena y ahora tendrá que sacrificar la tarde del viernes, o, peor todavía, soplarse el libro. Hay que desconfiar de todo ese mundo; por más que los anime la buena fe de las opiniones de los presentadores (es la noche del escritor, su fiesta), que van del elogio a la verdadera apología (y es natural, la literatura no es tan importante como para joderle su boda a esa novia diciéndole, por ejemplo, que se hubiera puesto a dieta o que straje está muy visto); hay que desconfiar de las entrevistas que se generan a partir de esos eventos, en las que generalmente se suelen decir puras sandeces; y asimismo hay que poner en tela de juicio los aplausos de los asistentes, movidos más por un acto de conmisceración que por un convencimiento profundo. Desde luego que se entiende el propósito de dichas presentaciones: finalmente el editor necesita promover su producto, darlo a conocer; él ha apostado su dinero, tiempo, prestigio… o cuando menos su sueldo. Basta considerar un solo punto para advertir el significado actual de las presentaciones: cada vez tienen que ser más escandalosas, insospechadas, originales…
—dependencia editorial. Cuando menos en dos sentidos, el escritor habrá de mantener su independencia respecto del editor. El primero, en lo tocante a las regalías. Conforme los esritores viven de las regalías, hacen conseciones, dan su brazo a torcer. Cuántas veces el editor propone temas que se ajustan más al diseño comercial que a los sueños del escritor. Si el autor es lo suficientemente talentosos, mantendrá su propia voz por encimas de estas vicisitudes; pero solos cuando posee verdadero talento. El otro asunto en el que un autor habrá de mantenerse independiente del editor, es en lo referente a la publicación de su obra. Siempre será mejor contar con dos o más editores que con uno solo, y esto es mero sentido común. Tener dos —o más, se insiste— editores le facilitará las cosas; por ejemplo, reírse de sí mismo cuando finalmente haga cuentas y se percate de que no le bastó un solo editor por decepcionar; que se llevó cuando menos dos en su estrepitosa caída;
—las revistas y suplementos literarios. Generalmente, constituyen la trinchera de los resentidos y los amargados; casi nunca, la fiesta de la literatura. Cuando a los críticos les da por indicarle a la gente qué leer, y a los escritores qué escribir, es síntoma claro de este afán mesiánico, tan caro a este tipo de suplementos. El escritor que se acerca a estas arcas de Noé se contamina; y a menos que tenga a la mano un revólver cargado, va dejando en el camino arrojo y frescura, dos virtudes más volátiles que las volutas del cigarro;
—solapas zalameras. Casi nadie se salva de esto. Las solapas y las cuartas de forros que parecen describir la más grande de las obras maestras y el más ínclito de los escritores. Hasta se sobrecoge el alma de solo agarrar esos libros, de tanta e inefable belleza que, ay, contienen… Carajo, quien fuera falible entre los hombres de letras, alguien podría preguntarse. O quien escribiera un poquito regular.
*Texto publicado originalmente en su libro Primero la A, bajo el título de «Creo».
Deja una respuesta