Desde la ventana Chayito miró cómo el joven se sentaba en el triciclo de carga donde todos los días transportaba agua, junto a sus garrafones, y vio cómo con premura se arrancaba el vestido y con el antebrazo trataba de limpiarse el bilé de los labios, aunque al hacerlo se embarrara la barbilla y las mejillas. Chayito lo miró colocarse unos pants, los tenis de siempre, amarrarse el cabello en una cola de caballo muy larga, ponerse de pie y empujar su vehículo, despacio, para irse. Quién sabe de qué casa vendría, le dijo a su sobrina, la Juliana, que ese día había ido a comer con ella carne de puerco en chile morita y arroz colorado, pero lo alcancé a ver cuando venía corriendo, el pobre muchacho, con los tacones en la mano, los pies descalzos. Pobre, te digo, porque en ese pinche pasto se cagan los perros, dijo Chayito, y Juliana se asomó por la ventana para ver si todavía veía algo de eso, pero en ese momento no pasaba nadie por ahí. ¿A qué hora fue, tía? Pues temprano, mija, como a las siete de la mañana, cuando apenas va saliendo el sol. La verdad no sé de quién me habla, tía, le dijo Juliana a Chayito, pero sí, pobre, lo que hay que hacer para ganarse el pan. Aunque, sinceramente, agregó, a mí me daría asco volver a comprarle, y Chayito, silenciosa, asintió, para luego decir: sí, mija, ni te apures, yo a él nunca le he comprado nada, yo aquí desinfecto el agua.
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