Por Guillermo Arriaga*
Cuando me apresó la policía yo tenía un perro. No tenía papás, ni hermanos, ni primos, ni familiares, pero sí un perro. Se llamaba Ray, y era lo que más quería en el mundo. Y no es que no tuviera familia, es que nomás no me hablaba con ninguno de ellos. Con quien sí hablaba era con Ray. Era muy listo mi perro. Puedo asegurar que me entendía. Yo le contaba de mis broncas con Lupita y él ladeaba la cabeza como diciendo «así son las mujeres». Le platicaba de mis penas, de mis miedos, de cómo me había ido en el día. Dormía en mi cama. Cuando hacía chingos de frío se me arrejuntaba y así nos calentábamos entre los dos. Comía a la misma hora que yo, cenaba al mismo tiempo que yo. Por las tardes me iba a pasear con él y a veces me topaba con mi papá y mi papá me daba la vuelta para no saludarme. Estaba muy enojado conmigo. El día en que todos en la familia me dejaron de hablar fue cuando mi papá dijo que él no me había educado para ser así. Y es que era cierto. Él era bueno. Trabajaba dois turnos para mantenernos. Mi mamá cosía y lavaba ajeno. También mis hermanos chambeaban duro. A mí me ganó lo vago y no estudié y se me hizo fácil irme por los atajos. Sí, robé, pero no le hice daño a nadie. Solo a esa que se puso a gritar y a gritar. No me quedó de otra que callarla a chingadazos. Me dicen que por mi culpa quedó en silla de ruedas y que no puede hablar. Yo quisiera pedirle perdón, aunque dicen que no me va a entender porque quedó como plantita. Le pedí perdón a la familia durante el juicio y su papá me dijo que me iba a matar. Me arrepiento de haberlo hecho, juro que me arrepiento. También me arrepiento de no haberle prestado atención a mi perro. Cuando me agarraron, estaba en la casa encerrado. Les dije a los cuicos que fueran a mi casa y lo soltaran. No me pelaron. Uno de los vecinos me contó que mi perro aullaba y ladraba todo el día y toda la noche. Que primero eran ladridos bien fuertes , y que luego se fueron apagando poco a poquito hasta que dejó de ladrar. Unos camaradas se saltaron la barda para ver qué le había pasado. Ya estaba mi Ray mosqueado y hediondo. De la desesperación había mordido los muebles, las sillas, los periódicos viejos que guardaba. Ray era el mejor perro del mundo. El más bueno, el más listo, el más cariñoso. Se murió de hambre o de tristeza. Ray era el ser que más quería en la vida y no paré de llorar cuando me contaron. Nomás de imaginalo queriendo comerse las patas de las sillas se me rompe el corazón. Ese fue mi peor castigo, que mi perro se muriera por mi culpa.
*Fragmento de su novela Salvar el fuego.
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