La triste osadía del Señor Segovia (I)

El periodismo no es ni una profesión ni un oficio. Es un cajón de sastre para metiches e inadaptados. Acceso falso al lado posterior de la vida, un agujero sucio y meado desechado por el supervisor del editorial, pero justo lo bastante profundo para que un borracho se acurruque allí desde la acera, y se masturbe como un chimpancé en la jaula de un zoo.
HUNTER S. THOMPSON

Mi primer encontronazo con la fama no fue precisamente memorable.
ARTURO BANDINI

Un premio literario es un clavo más 

en el ataúd

de un escritor,

me repetí, una y otra vez, las palabras que Eusebio me dijo un día, conforme el avión aceleraba

a setecientos kilómetros por hora,

listo para despegar.

Escritor me dijo Vicente unos días antes, amigo al que llamaré así, rubio editor de libros académicos, en un bar donde además de trago vendían unas hamburguesas al carbón más o menos buenas. Nos veríamos después, en la FIL Guadalajara, hacia donde volaba ya, y por eso nos habíamos reunido, para charlar un poco y abrazarnos. 

Ahí, en la FIL, viviríamos un par de aventuras que desde luego no veíamos venir, y que ya contaré. 

Eso eres. Oficialmente dijo. Yo llevaba un buen rato escribiendo, unos cuantos años, había publicado algunas cosas, pero no fue hasta que gané el Premio de novela juvenil que algunos comenzaron a notarlo.

No sé, mi gordo le dije, tengo un mal presentimiento de todo esto —y mordí la hamburguesa que llevaba piña, queso oaxaca y chiles jalapeños—. La república de las letras no gusta de los parias malnacidos como yo.

O quizá las repetí un poco antes del despegue, cuando Arcelia (le llamaré así), amiga mía, bióloga, decidió acompañarme al aeropuerto. 

Para que no estés tan solo —me dijo al verme, pues ella sabía que nadie más estaría conmigo, y me entregó una maleta mediana donde venía su cámara digital réflex junto con un par de lentes (objetivos, dirán algunos mamadores): un gran angular y un telefoto, pues mi cámara se había descompuesto un día antes y, chale, no quería dejar de tomar fotos en un viaje tan especial como lo era ese. 

—Gracias —le dije. 

La compañía de Arcelia dentro del Uber que nos llevó hasta al aeropuerto (de mi casa hacia allá), y en los pasillos de ese lugar donde todos corren con sus maletas de rueditas mirando siempre el reloj, aliviaron por un par de horas mi ajetreada existencia; conforme ella me explicaba (pues a diferencia de mí, que nunca salgo de mi rancho, ella viaja mucho en avión) cómo y dónde tenía que documentar mi equipaje, dónde obtener el pase de abordar y todas esas cosas que como buen pseudo escritor marginal de la periferia no comprendía del todo, me tranquilizó un poco.

—Gracias —le dije otra vez.

O quizá las repetí un poco antes, cuando la noche previa al vuelo no pude dormir y me revolqué por cada rincón de mi entonces nuevo colchón individual, teniendo sueños que nunca se volverían realidad, como el recurrente de mi exesposa volviendo a mis brazos, sentada ahí, a mi lado, donde unas horas después estaría solo, por mi cuenta: en el avión, en el hotel, en la presentación del libro por el que sería galardonado y posteriormente vilipendiado por algunos colegas y amigos, quienes me llamaban ya, con cierto desprecio, el laureado, el reputado autor.

Meses después dirían, ya en aterrador plan de buitres, cosas peores sobre mí, y yo permanecería en silencio.

Hasta hoy.

Un premio literario es un clavo más 

en el ataúd

de un escritor,

me repetí otra y otra vez cuando la velocidad del avión me hundió en el asiento y cerré los ojos y recé a Dios por nuestra vida (la mía y la de los otros pasajeros) agarrándome bien fuerte del cinturón de seguridad que ya llevaba perfectamente ajustado a mi semiobeso cuerpo. También oré por un vaso de whisky con hielos, como aquel que me bebí junto a mi mencionada ex, la mujer que con justa razón me abandonó, entre otras razones por alcohólico, en el primer viaje que tuvimos en avión seis años atrás, hacia otro destino, gracias a otro premio literario, ese por mi primera novela, El sufrimiento de un hombre calvo, en la que narré las peripecias de un joven obsesionado con la repentina caída de cabello que padeció desde los quince años.

Por ese entonces yo trabajaba en un importante consorcio editorial, donde era conocido como el Señor Segovia, apodo acuñado por una muy respetable y ancianísima periodista cultural, probablemente la madre de todos los periodistas culturales en México: doña Raquel Tibol (qepd). 

En la oficina donde trabajé como becario, primero, luego como redactor digital, y como editor, después, solía llamar por teléfono a los números de todos menos al mío:

—¡Comuníqueme con el Señor Segovia en este momento! —les gritaba doña Raquel a mis compañeros; pronunciaba señor como si ese fuera mi nombre, y cuando trataban de comunicarme yo nunca estaba en mi sitio.  

Abandoné ese empleo justo por eso, cierto día, luego de cuatro años de servicio, porque nunca estaba en mi sitio y porque me ponía a escribir pequeñas historias para mi blog en vez de revisar las planas o hacer los cálculos financieros necesarios para la publicación de un libro; o porque llegaba mega crudo a mi lugar de trabajo, o porque algo en el fondo de mi ambivalente corazón me decía que tenía que dedicar mi vida toda a la palabra escrita. 

Y no como editor.

Una decisión que, tarde o temprano, terminaría por aborrecer.

La de escribir.

Bueno, no. No del todo.

No al estar ahí, en el avión, rumbo a un viaje que definitivamente no me imaginaba, ni me esperaba, ni nada similar.

No al menos dos años antes, cuando, desesperado por el abandono de mi ex, metí la cabeza en el nudo de la correa con la que paseaba a mi perro. Mis pies, sobre el banquito negro de mi batería, permanecieron rígidos. Yo, con los ojos cerrados, sudaba frío. Luego de algunos minutos en dicha posición, me di por vencido: con ambas manos me quité la cuerda que había colocado en algún punto del techo (donde colgaba un costal de boxeo) y me liberé, al menos por el momento, de mi propio homicidio.

Por supuesto que, bajo esas circunstancias, no había forma de imaginar que solo un par de años después la fama y la fortuna me sonreirían con emocionante desparpajo.

¡JA JA JA!

Y es que solía recordar, a diario, lo que mi ex me dijo uno de aquellos días, antes de abandonarme, mientras yo lloraba arrodillado para que no se fuera:

—Ya no eres un hombre para mí.

Y tenía razón. Pero entre sollozos alcoholizados le decía que me diera otra chance, que estaba seguro de que en algún sitio de mi ser habitaba un creador de altos vuelos que en cualquier momento despegaría. Estaba seguro. Que, por favor, como hiciera algunos años antes, me diera la oportunidad de demostrárselo.

—No —me dijo ella—, desde el hombre calvo que no escribes algo que valga la pena. En realidad desde entonces no escribes.

Y tenía razón. Por lo que a pesar de haber ganado, esta vez, el Premio de novela juvenil, dudaba de los motivos del jurado para tomar dicha deliberación, pues aquellas páginas, pensaba, no valían la pena.

No más que muchas otras cosas que circulan en las librerías. De viejo, de nuevo y digitales.

Yo había escrito Metal para el regocijo de mis amigos. Para el mío propio. No para ganarme un premio.

Por lo tanto esto había sido, pensaba también, cosa de suerte: quizá ese día el integrante del jurado que tenía otra novela a la cual defender no tuvo un amanecer placentero y no logró ofrecer sus mejores argumentos a su favor. Quizá aquellos que defendieron mi novela no la leyeron bien y no notaron sus deficiencias. O quizá las novelas restantes eran aún peores que la mía: la historia de una banda de jóvenes y viejos fanáticos de la música metalera.

Además de una lana, y como había ocurrido con el premio anterior, el Premio de novela juvenil incluyó la publicación de la obra, solo que, a diferencia del premio anterior, esta vez no se publicaría en una de las casi siempre invisibles editoriales estatales (y posteriormente en una pequeña editorial independiente, Vodevil Ediciones), sino que sería publicada en, por qué no decirlo, una de las más prestigiosas del país: el Fondo de Cultura Económica. ¡Y en coedición con la UNAM!

Algo que, definitivamente, no veía venir. 

Ni creí merecer.

Así, aferrado a los brazos de mi asiento, no dejé de pensar en el día en que me llamaron por teléfono, preguntando primero mi nombre y posteriormente aclarándome que la llamada provenía del Fondo. De inmediato supe que había ganado el concurso. No hacía falta más: así me había ocurrido la vez anterior, seis años antes, solo que, a diferencia de aquella ocasión, no estaba formado en la fila del Banco Azteca esperando extraer mis pocos pesos cuando me llamaron, sino que estaba enfrente de mi escritorio, con la computadora encendida, pensando qué haría con los pocos pesos que seguía teniendo en ese mismo banco.

—Cuando te llamamos —me dijo a quien llamaré Valentina, correctora de estilo—, y te informamos que ganaste el premio, solo contestaste con un: Oh. Sin emoción —ella no sabía que me estaba cagando por dentro. Se lo hice saber el día que me contó esto, sentados el uno frente al otro, comiendo una deliciosa hamburguesa en Coyoacán, donde también me chismeó que:

—Pensamos que quien había ganado era una mujer. Ya estábamos listos para anunciar a la ganadora cuando abrimos el sobre y vimos que quien ganó había sido un hombre —barbado y treintón, qué feo debió ser para ustedes, pensé en ese momento, mientras ella daba un trago a su malteada, sonriendo con sus brackets, pero no recuerdo si se lo dije.

Conforme el avión se estabilizó en el firmamento, por fin logré ver por encima de las nubes (el sitio donde en realidad me encontraba) y solo así pensé en cómo sería la FIL. Porque a pesar de haber trabajado en el ramo editorial, nunca había estado ahí. No alcanzaba a imaginármela del todo, pero seguro sería enorme, me dije, tan grande como este cielo, cuando el avión de pronto aterrizó en la ciudad que alberga cada año dicha feria: Guadalajara. 

El vuelo tardó menos en arribar que lo que me tomó llegar al aeropuerto con Arcelia; que lo que me tomó esperar la salida del avión, abordarlo, y todo ese embrollo que desprecié más que nunca y que incluía quitarse el calzado, mis botas tipo Bob el constructor que compré especialmente para la ocasión (baras, en La Villa, 250 pesos), para que uno de los muchos guardias de seguridad vieran que no llevaba nada dentro de ellas.

Si por mí hubiese sido, pensé, habría viajado en autobús. No porque fuera muy codo (al final yo no pagué el viaje), sino porque de verdad me aterraban el despegue y el aterrizaje. Aunque apreciaba mucho, no podía negarlo, que la editorial me tratara como a uno de sus autores. Es decir, como a una de sus estrellas: al llegar al aeropuerto fui recibido por un chofer al que llamaré Luis (creo que ese era su verdadero nombre), quien afanosamente me dio la bienvenida. 

Me dijo:

—¿Me aguanta a que llegue el otro autor al que estoy esperando? Es que viene en el mismo vuelo que usted.

Conocía el nombre de tal autor, pero en mi vida lo había visto (ni en foto) y jamás lo había leído.

Como aquellos otros rostros que logré reconocer dentro del avión. Entre ellos el del legendario editor Ramón Córdoba (qepd), a quien logré saludar cuando aterrizamos, de lejitos, con la mano. 

Yo, desde luego, pasé desapercibido para ellos.

En fin, el autor en cuestión no tardó mucho en llegar.

Antonio Malpica.

Era un tipo afable de gafas y nariz enormes, la piel del rostro repleta de cráteres, que iba acompañado por una mujer que a su vez iba acompañada, supuse, por su pequeña hija. Los cuatro avanzamos arrastrando nuestras maletas de rueditas detrás del chofer, quien nos condujo hacia donde estaba el auto de la editorial. Una vez ahí, guardamos nuestros respectivos equipajes en la cajuela. 

La mujer no paró de hablar un solo instante del recorrido. De ella y de, supuse, su marido, o su hermano, otro famoso escritor, pero de novelas gráficas, a quien tampoco había leído pero había visto alguna vez: Bef.

La mujer parloteó hasta que Antonio intervino:

—¿Y tú quién eres? —me preguntó.

Tarde o temprano iban a hacerme esa pregunta, pensé, y agradecí que hubiera sido tan rápido. Para ir acostumbrándome.

Le dije mi nombre.

—Muy bien. ¿Y… a qué vienes a la feria… eres ilustrador? —continuó el autor de las gafas y nariz enormes.

—No —le dije, y expliqué el porqué de mi visita.

—Órale, qué padre —dijo Malpica con franco gusto, pero ahí detuvo sus preguntas.

Entonces llegamos a los respectivos hoteles. Primero al de la niña y la mujer, quien, tan pronto terminó el diálogo anterior entre Malpica y yo, siguió hablando, especialmente sobre su esposo o su hermano, Bef, y luego llegamos al hotel del autor de las gafas y la nariz enormes, Malpica. Estaban muy cerca el uno del otro.

Una vez que estuvimos solos, le pregunté a Luis:

—¿No sabe de un lugar rico y barato para comer por aquí? Me muero de hambre.

El chofer se lo pensó un momento:

—Sí. Aquí adelantito, te sigues por ésta (“es que vamos a dar vuelta”, precisó conforme avanzábamos por dicha avenida), y ahí hay una fonda muy rica donde se comen mariscos.

Miré en torno y traté de ubicarme. Hasta eso no era tan malo haciéndolo, solía saber dónde estaba sin la necesidad constante de un mapa digital que me guiara. 

Al menos pensé eso en ese momento, pues días después me perdería como un bendito. Con todo y mapa digital que me guiaba.

De pronto ya estábamos en las afueras de mi hotel. Uno muy lujoso. Más lujoso que cualquier hotel en el que me hubiera hospedado. Sin embargo sabía que tal dicha solo me duraría dos noches, pues el resto de la semana tendría que vérmelas por mi cuenta para poder ver a una de mis bandas de metal favoritas, proveniente del país invitado a la feria, y que tocaría una semana después: Moonspell, de Portugal.

Y es que, además de escritor, suelo tocar la batería en una banda de death metal melódico mexicano llamada Asedio (jamás me podría llamar baterista). Para mí era una hermosa casualidad que precisamente la primera vez que visitaba la FIL, ese año justamente, me encontraría con una de las bandas clave de mi vida.

Por si fuera poco, también vería a uno de mis autores predilectos, proveniente del mismo país, quien daría un par de charlas: Antonio Lobo Antunes. Fue Vicente quien, precisamente, me introdujo a él. Y yo había utilizado —fusilado— el nombre de una de sus novelas para nombrar así al tercer disco de Asedio: Mi nombre es Legión.

En fin, que antes de bajar del auto Luis me entregó una bolsa que me mandaron de la editorial, la cual contenía una libreta, el programa de la feria y un gafete. Luego bajamos y, como hizo con las otras personas, me abrió la puerta de la cajuela. Tomé mis cosas, me despedí de él con un apretón de manos, y arrastré mi maleta hacia el lobby, donde no había mucha gente. 

Llegué a la recepción.

Un amanerado individuo me atendió diligente, me registró y me dio la tarjeta/llave de mi habitación tras regalarme una sonrisa y un guiñamiento de ojo.

Le pregunté por el elevador.

—A su derecha —me dijo.

Una vez ahí, apreté el botón que había de conducirme al piso de mi habitación, pero no funcionaba. Me quedé unos segundos intentándolo, hasta que me di por vencido y salí de nuevo con el recepcionista.

—Disculpe… —le dije, apenado.

—¿Si? —me respondió con la misma sonrisa de un momento antes.

—No funciona el botón que lleva al segundo piso…

—Tiene que colocar primero su tarjeta en el lector, y luego indicar a qué piso se dirige, señor.

—Oh… disculpe.

—No se preocupe —dijo el recepcionista.

Caminé entonces, arrastrando mi maleta de rueditas por la alfombra, de nuevo hacia el elevador. Localicé el lector de tarjetas, la deslicé en él y entonces apreté el botón con el número dos.

Al abrirse las puertas descubrí un silencioso pasillo y el carrito con trapeadores, cubetas y limpiadores de la mucama que vislumbré a lo lejos, saliendo de alguna otra habitación. Avancé despacio mirando los números de las puertas hasta que di con la mía, la 222. Una vez ahí volví a insertar la tarjeta. La puerta se abrió y frente a mí se reveló ahora una cuartote que entre tinieblas lograba verse perfectamente ordenado.

Busqué el apagador y tras manotear entre varios encendí la luz.

Arrastré un poco más la maleta hasta que me coloqué en medio de las dos camas que ahí había. Miré alrededor: frente a mí estaba una enorme ventana que filtraba la luz solar del atardecer. Y una máquina de café casi portátil a la que de inmediato me acerqué. Tantos meses de hacer café godinezco en la oficina me permitieron manipular el aparatejo sin complicaciones. Bru, bru, bru, las burbujas del agua comenzaron a hacer lo suyo. A un lado de la cafetera había un enchufe al cual conecté mi teléfono móvil, el que, no preví, me causaría serios problemas en ese sentido: toda la semana que estuve en la ciudad tenía que estar al tanto de un lugar dónde cargarlo, porque, pobre de mí (pendejo), aún no sabía utilizar el modo de ahorro de energía.

Me quité las botas y me tiré en una de las camas. Frente a mí había una enorme pantalla. Pensé en encenderla, por inercia, pero al final no lo hice. Tenía varios años sin ver televisión, desde que pasó la transición de la señal analógica a la digital, por lo que mejor me quedé mirando al techo.

Cerré los ojos.

Y desperté una hora después. El café llevaba un rato listo y el celular estaba cargado al cien.

Ya tenía un par de mensajes.

Uno era de mi editora, a quien llamaré Nayeli, quien me avisaba sobre el cóctel que esa noche celebraría la editorial en un lujoso salón de eventos. Los otros eran de un par de amigos que, desde Ecatepec, mi lugar de origen, el municipio unánimemente llamado el más peligroso de México, me deseaban buena suerte con la presentación.

Si quieres nos vamos juntos, me escribió Nayeli.

Emocionado fui al baño, me miré en el enorme espejo que había cinco pasos antes del wc, y me eché agua en la cabeza, en todo el cabello. Me miré detenidamente: no podía ser cierto que ese miserable que estaba viendo estuviera ahí, a punto de presentar su nuevo trabajo escritural y de ir con su flamante editora a una flamante fiesta.

Pero ahí estaba.

Luego de autoconmiserarme, me bajé los pantalones, me senté en la taza y traté de defecar. No pude. A un lado estaba la regadera y pensé en tomar una ducha, pero no acostumbraba bañarme dos veces el mismo día, así que me puse de pie, me subí los pantalones y caminé hacia la cafetera. Me serví el café humeante en la taza que ahí estaba dispuesta. La dejé así unos minutos hasta que pude beber el líquido.

Con la taza en mano caminé hacia la ventana. La tarde comenzaba a caer y el sol ofrecía la mejor iluminación del día. Pero frente a mi solo había edificios. Ninguna persona.

Me puse entonces las botas, preparé la bolsa que me dio el chofer de la editorial, y en ella metí algunas cosas que pensé que podría utilizar, como los ejemplares que llevaba de mi novela previa, y unas tarjetas de presentación que mandé hacer una semana antes y que decían mi nombre, mi teléfono y debajo la leyenda: 

“Escritor”.


Texto publicado originalmente en CanCerbero.

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