IV
Desperté a las ocho de la mañana, cuatro horas antes de la presentación.
Al hacerlo, al abrir lentamente los ojos, los rayos del sol ya entraban por la enorme ventana y me acariciaban los párpados. En cuanto los abrí por completo tomé, en automático, el control remoto, y encendí la televisión. Tenía mucho tiempo que no hacía eso: cambiar los canales apretando una y otra vez el botón, hasta que di con uno de noticias. En ese momento algo se comentaba sobre el nuevo presidente electo del país, Andrés Manuel López Obrador, lo cual me resultó afortunado porque no solo había votado por él, sino que en verdad creía en una transformación del país a partir de su gobierno; una transformación que, pensé, empezaba por la mía propia.
Por lo que me puse de pie, sin playera, la panza colgando, y caminé hasta servirme un café como hacía todos los días. Estaba frío. Le di un trago largo y de inmediato dirigí mis pasos descalzos, sin calcetines, sobre la alfombra grisácea, impecable, hacia el baño. Ahí oriné profuso y tras hacerlo abrí la regadera. El chorro ardiente del agua salió disparado contra la loseta. Me puse frente a ella en cuanto se templó la temperatura.
Entonces traté de rememorar aquello que había soñado. Pero no pude. Solo sabía que había soñado con ella, con mi ex; la extraña sensación de haberlo hecho, como si la hubiera visto en persona, ya me había ocurrido otras veces antes, provocándome un profundo desasosiego.
El agua tibia recorrió mi joroba. Bajo el chorro estiré los brazos y mis huesos tronaron, reacomodándose un momento. Mi corazón empezó a latir deprisa. Respiré hondo, por la nariz, y solté el aire por la boca. Así varias veces. Permanecí bajo el agua unos minutos.
Al salir, en el noticiario aún se hablaba del nuevo presidente. Con la taza de café en la mano, una toalla blanca enrollada en la inexistente cintura, me asomé por el ventanal. Algunas personas ya caminaban por aquella calle. Las miré un poco, bebí del líquido y acudí hacia mi maleta. La abrí y escogí, de entre las camisetas y los pantalones que llevaba, una playera blanca con estampado de Napalm Death que, junto con una negra con estampado de Deftones, había comprado en el tianguis del Chopo en la víspera.
También elegí la ropa interior, los calcetines. Sobre las botas tipo Bob el constructor no tenía de otra.
Supuse entonces que sería el único malvestido de la ceremonia.
Y así fue.
Terminé de vestirme y me miré en el espejo que había en el baño. Pensé que a pesar de todo no me miraba tan mal. Sobre la camiseta me había puesto una chamarra negra de cuero que precisamente mi madre me regaló uno o dos cumpleaños antes. Me calcé las botas, miré el programa impreso de la feria y corroboré los datos de la presentación: sí, ahí estaba la fecha (ese día), la hora (las doce), el lugar (uno de los salones principales).
Ahí estaba mi nombre.
El corazón se me volvió a acelerar.
Miré entonces al presidente: serenísimo en uno de sus primeros días como gobernante. Vaya inmundicia la mía, pensé, al comparar mis nervios con los de un jefe de Estado.
Di entonces un trago más al café. Recibí en ese momento un mensaje de texto.
¿Cómo vas?, preguntaba Nayeli.
Bien, bien, le contesté.
¿Ya listo?
Me miré de nuevo en el espejo. Ahí estaba, a mis treinta años, más calvo, gordo y feo que nunca, recibiendo con los brazos abiertos el éxito y el reconocimiento literarios.
JA JA JA.
Listo, le contesté.
Te veo en el comedor para desayunar. En quince minutos.
Así que preparé mi bolsa, donde aún llevaba los ejemplares de El sufrimiento de un hombre calvo, las tarjetas de presentación, el gafete de entrada a la feria y demás papeles que había recolectado, sin saber cómo, el día anterior. Apagué el televisor con la imagen de Andrés Manuel todavía en pantalla, cerré la habitación y avancé por el alfombrado pasillo, donde rememoré aquella película en la que un escritor enloquece dentro de un hotel abandonado, lleno de fantasmas, para después intentar asesinar a su familia (¿lo lograba?, me pregunté). Pensé después en la fortuna de quien escribió la novela en la que se basó dicha película: siendo aún joven, alcohólico y drogadicto, casado y con un par de hijos, Stephen King logró que la historia se publicara con una editorial que tuvo la suficiente suerte para volverla un bestseller, y por la cual, con el paso de los años, se volvió multimillonario.
Me quedé pensando: vaya, yo ni siquiera he formado una familia.
No todavía.
Aunque quizá nunca lo haré, pensé también.
Entonces caminé hacia el elevador.
—Buenos días —le dije a la mucama que en ese momento se disponía a entrar a mi habitación conforme se abrían, frente a mí, las dos puertas de hierro.
—Buen día —respondió ella, sin emoción alguna, y entré al elevador vacío tras cerciorarme de que nadie más iba a subir de pronto, de repente, en el último segundo, como ocurría en tantas películas que había visto pero que, seguro, si me preguntaran por alguna para que diera un ejemplo, no habría sabido decir cuál.
Llegué al comedor. Ya había mucha gente.
Eché un vistazo para ver si por ahí estaba Nayeli, pero no la vi. En su lugar vislumbré a su jefe, José Carlos, quien al verme me dijo:
—¡Acá, siéntate acá!
Dirigí mis pasos hacia él pensando en un albur.
—Buenos días —le dije.
—¡Buen día! —dijo, cálido, una fina sonrisa dibujada en su rostro—. ¿Quieres café?
—Sí. Gracias.
Hasta para servir el café aquel hombre era delicado y de buen gusto. Vestía, desde luego, un impecable traje, corbata y camisa. Lo observé: unas mancuernillas doradas hacían juego con el anillo de matrimonio que llevaba en el dedo anular de su mano izquierda, la mano con la cual servía.
—¿Tú, eres casado? —me preguntó.
Permanecí callado un momento. Luego dije:
—Fui.
—Suele pasar —respondió José Carlos, con la sonrisa imborrable de su rostro, cuando se quedó mirando a la distancia, pues ya se aproximaba Nayeli, quien vestía un conjunto de blusa y pantalones negros.
La observé acercarse hasta el momento en que tomó una silla en la mesa, frente a su jefe. De un beso en la mejilla lo saludó. Él le dijo:
—¿Pudiste dormir?
—Sí —respondió ella. Entonces observé su rostro. Un rostro delgado, la piel morena, los labios gruesos de un rosa tenue, todo eso acentuado por las ojeras.
—¿Te desvelaste? —pregunté lo evidente, de rebote, y ella reparó en ese momento en que no me había saludado, por lo que se levantó para darme un beso en la mejilla. En el acto percibí el aroma de su perfume.
—Ahhhmmm, estaba preparando un discurso… —dijo.
Miré entonces a José Carlos, quien a su vez posó sus ojos en los de su subalterna.
—¿Y lo terminaste? —preguntó, sin la sonrisa que apenas había esbozado.
—Sí, solo le daré una revisada final ahorita y te lo mando… Rapidísimo.
No sabía de qué hablaban. No en ese momento. Lo que sí fue que la tripa empezó a rugirme bien recio.
—Muero de hambre —dijo ella.
—Yo también —la secundé.
—Adelante, chicos —dijo José Carlos, quien aseguró le bastaba con el jugo de zanahoria y el café que tenía frente a él.
Nayeli y yo nos levantamos y nos encaminamos hacia donde estaban servidos algunos de los desayunos que ofrecía el hotel gratuitamente para sus hospedados; ahí una cocinera preparaba omelets como jamás había visto en mi vida que los prepararan: con una rapidez, precisión y deliciosidad inusitadas. Se me hizo agua la boca.
—Quiero fruta y gelatina —dijo ella, y se encaminó, plato en mano, hacia las charolas que las contenían.
Yo, por mi parte, me formé en la fila donde algunas personas ya esperaban los omelets. Alguien pidió uno con espinacas y a mí me pareció que debía saber increíble. Nunca lo había comido así (si acaso mezclaba los huevos con algo era con salchicha, o con jamón).
Nayeli se formó un momento después detrás de mí.
—Bueno, pediré un omelet con espinaca —dijo.
—Yo también —le dije, sonriendo.
Ella también sonrió.
—¿Qué va a querer, señor? —me preguntó la cocinera de pronto. Tardé un par de segundos en responder.
—Un omelet con espinaca, por favor.
—Yo también —dijo Nayeli.
La cocinera preparó los platillos con presteza. La observé lo más atento que pude y pensé haber aprendido a hacer un omelet de ese modo en ese momento, conforme se cocinaba frente a mí; me imaginé que, de ahora en adelante, mis desayunos no volverían a ser los mismos, y que en lo consecuente todo el mundo aplaudiría mi habilidad preparando huevos, cosa que nunca habían hecho con mis otras habilidades (si acaso tenía alguna).
No pasó mucho para que nos sentáramos a la mesa junto a José Carlos.
—¿Y cómo te sientes? ¿Nervioso? —me preguntó en cuanto mis nalgas se aplastaron de lleno en la silla. Antes de contestarle di un trago al café, que para ese momento ya estaba un poco frío.
—Sí —dije. Hasta que José Carlos lo mencionó, me había olvidado del por qué estaba ahí. Al percatarme miré mi plato: ahora aquel omelet se me antojaba una misión un tanto difícil de lograr (por los nervios, pues nervioso ya no puedo comer a gusto).
—No hay por qué —continuó. Tu libro es excepcional, no en balde decidimos publicarlo en la colección Letras Mexicanas.
Tampoco había reparado en ello, en el hecho de que la novela se había publicado en la serie que resguardaba lo mejor de lo mejor de la literatura nacional. Incrédulo, me desacredité de inmediato: yo, de ningún modo, merecía semejante distinción.
—Pensamos en otras colecciones, pero esta era la ideal —dijo José Carlos.
—Debes estar muy orgulloso de tu trabajo —intervino Nayeli entonces, con una sonrisa distinta pero igual de generosa que la que un momento antes me regaló en la fila del desayuno.
—¿Ya tienes listo un discurso? —me preguntó José Carlos.
Mierda, no, pensé. En realidad se trataba de la primera vez en la que, en mi atropellada trayectoria, se me presentaba la oportunidad de decir algo sobre mi escritura. Yo, particularmente, pensaba que los discursos premeditados, en ocasiones, perdían algo de frescura; fue así que pensé que lo mejor era decir lo que me dictara el corazón al calor del momento…
—Solo anoté algunos puntos que me gustaría tratar, a modo de una lista del súper —mentí. Pensé que en la primera oportunidad la escribiría.
—Ya sabrás qué decir —intervino Nayeli, mientras masticaba un bocado.
—Tienes razón, qué más pueden decir los escritores sobre sus libros que no esté escrito en ellos —dijo José Carlos, y bebió delicadamente de su taza.
Así seguimos desayunando hasta que Nayeli se puso de pie.
—Bueno, debo ir a terminar y mandar el discurso. Nos vemos en hora y media en la presentación —dijo, y se fue hacia su habitación. La miré partir otra vez; ella no volteó la mirada como en mi chaquetera mente vislumbré, para verme, y se siguió de largo.
Después de varias masticadas logré terminar el omelet. Me bebí el jugo y el café. Luego le dije a José Carlos:
—Bueno, yo también tengo que alistarme —y me puse de pie. Nos despedimos de un apretón de manos. Avancé hacia la recepción y ahí me detuve. Le pedí un bolígrafo a quien atendía, un individuo que no era aquel que me recibió cuando llegué, y anoté en una hoja, que también le pedí a esa persona, los puntos que podría tratar en la presentación.
Agradecimientos
Cómo surgió
Por qué el género musical
Recargué un momento el bolígrafo sobre la barbilla partida, el único rasgo de belleza de mi feo rostro, pero no pude anotar nada más, así que guardé el papel en mi bolsa y salí del hotel.
Afuera había mucha más gente que la tarde anterior. Muchos jóvenes con sus gafetes dirigiéndose hacia la feria. Avancé tras ellos a pasos entiezados por las botas; pasos inseguros, temblorosos, con los que ingresé al recinto, donde de nuevo me asombré por el acontecimiento literario-comercial que significaba la FIL Guadalajara.
Ahí también estaba, nuevamente, la chica que ofrecía tequila. Me sonrió y, acto seguido, se me acercó y me dijo:
—¿Gusta probar una muestra gratis de nuestro tequila… —bla, bla bla. Estuve a punto de aceptar una prueba, algo que relajara los nervios que de pronto comenzaron a tensar mis glúteos firmes (otro de mis rasgos físicos no tan despreciables) y que empezaron a mermar aún más mi de por sí mermada forma de andar.
—No, muchas gracias —le dije, y continué mi camino.
Esta vez no me detuve en el stand del Fondo, y continué hasta el de la editorial en la que trabajaba. Me dirigí hacia la zona de las importaciones, en búsqueda de los dos libros de los dos autores que admiraba y que tenían ahí, que había visto el día anterior, y que costaban lo suficientemente caros para que nadie más los comprara.
Cuando caminaba hacia la caja para pagar, me encontré a dos editores con los que trabajé. Conversaban algo que detuvieron en el instante en que se percataron de mi presencia.
—¡Hola! —dijo la editora. La llamaré Fran.
—Ey, men, cómo te va —dijo el editor. Lo llamaré An.
—Bien, muchas gracias —les dije a ambos.
—Nos enteramos de que vas a presentar tu libro —dijo An.
—Ey, sí, felicidades —dijo Fran.
—Sí —dije—. Será en, más o menos —y miré mi reloj—, una hora.
—¿En dónde va a ser? —preguntó Fran. An se me quedó mirando.
—En el Salón principal 3 —contesté.
—Uy —dijo él.
—¿Qué? —pregunté.
—En el Salón principal 2, que está enfrente —dijo ella— estará —y dijo el nombre de Orhan Pamuk, premio Nobel—. La tendrás difícil.
Aquel era un autor que dicha editorial publicaba en español. Nunca lo había leído (y quizá jamás lo haré). Yo no había considerado algo así, que estaría en un mismo momento presentando un libro mío, literalmente, frente a un premio Nobel. En realidad ni siquiera había visto el mentado Salón principal 3; por lo tanto no tenía idea de la distribución de los espacios y, en fin, pensé que de cualquier modo nadie iría a verme.
De pronto alguien más se acercó a estos editores, quienes perdieron definitivamente el interés en mí gracias a eso, por lo que me despedí de ellos con una seña y un hasta luego que no vieron y que no escucharon.
Me extravié entonces entre las miles de personas que estaban en torno mío; es decir, me camuflé con ellas, me volví parte de la ola sin identidad que recorría los pasillos de la feria.
Hasta que me aproximé a las afueras del Salón principal 3. Metros antes un montón de gente ocupaba los asientos que tenían afuera del Salón principal 2 (adentro ya estaba lleno), donde estaría Pamuk. Y en efecto, afuera del Salón principal 3 no había nadie.
Bueno, había un par de personas, que eran parte de la universidad, y que llevaban consigo una pancarta con el cartel que invitaba a la gente a pasar a la presentación de Metal; también habían llevado algunos ejemplares de la novela que después pondrían sobre una mesita.
Pero no había visto bien.
En cuanto giré un poco la cabeza, no mucho, acaso unos veinticinco grados, me llevé dos sorpresas.
La primera: ahí estaba mi madre.
Qué chingados, me dije al ver ahí a Lucero, mi progenitora, con quien me había mensajeado la tarde anterior. Al girar un poco más la cabeza supe la razón por la cual estaba ahí: mi hermana, Fer, un par de años menor que yo, optometrista de profesión, quien también estaba ahí, sonriente, con su cabello chino, largo, y sus enormes gafas y las nacientes y prematuras canas (pues era bien corajuda). A un lado de ella estaba quien era su pareja, una mujer que se dedicaba a la venta de equipo odontológico, varios centímetros más alta que nosotros dos, el cabello lacio, castaño, delgadas gafas amarillas.
Pero antes de que pudiera preguntarles qué hacían ahí, al girar un poquín más la choya me percaté de la segunda sorpresa: ahí estaba mi mejor amiga, performancera, poeta y fotógrafa. En todos los casos talentosa: Frida.
La verdad sí vi venir su presencia, pues ella estuvo preguntándome, una semana antes, los detalles de la hora y el lugar en el que se llevaría a cabo la presentación.
De cualquier modo, no dejé de mostrarme impactado ante las sorpresas, y de casi un salto estuve junto a ellas:
—¡Jefita!
—¡Mijito!
—¿Cómo está, cómo le fue en el viaje? ¡Qué enorme gusto tenerla por aquí!
—Bien —dijo, aunque tenía más de treinta años sin viajar en avión—. Es un placer poder acompañarte en este día tan especial.
Nuestro abrazo le resultó tan conmovedor a todo el mundo que todos hicieron un gesto como de que se les apachurró el corazón. Luego saludé con un beso y un abrazo a mi hermana y a su pareja para, al final, saludar a mi mejor amiga.
—¿De qué te disfrazaste esta vez? —le pregunté.
Frida solía disfrazarse en los eventos importantes para mí, que habían sido muy pocos, para acaparar el centro de atención al que tanto estaba acostumbrada.
—¿De Muñeco Diabólico? —bromeé.
Ella sonrió amargamente.
—¡Idiota!
Y entonces también nos abrazamos. La gente nos vio raro, pues eso éramos, dos raros abrazándose.
—Estoy muy orgullosa de ti —dijo, y se le salió una lágrima que no era la que tenía tatuada.
—Ey, tú —se acercó en ese momento una mujer, con una enorme sonrisa. Chaparrita, rolliza, me extendió su mano derecha— hasta que por fin te conozco.
La verdad no tenía idea de quién era.
—Fui parte del jurado que seleccionó tu novela —dijo al notar mi cara dudosa. Le llamaré Lourdes.
—Es un enorme gusto conocerte, Lourdes, muchas gracias.
—El gusto es mío, hiciste un trabajo espectacular.
Luego vislumbré aproximarse a Volpi, junto al director de la editorial, José Carreño, quien por entonces tenía un aburridísimo programa sobre libros en la televisión abierta. Ambos vestían, desde luego, impecables trajes.
Con su indumentaria toda negra se aproximó Nayeli, quien también ya estaba ahí (no la había visto); tan pronto se acercó me presentó al director de la editorial.
—Él es el autor de la novela ganadora de nuestro Premio de novela juvenil —dijo al señalarme.
—Un gusto —dijo Carreño.
—El gusto es mío —le dije.
Y al ver a mi madre a mis espaldas, el director preguntó:
—¿Y quién es esa adorable señora?
—Mi madre —dije, y con la mano le pedí que se acercara, para luego presentársela al director, a Nayeli, y a Volpi.
—Debe sentirse muy orgullosa de su hijo —le dijo a mi madre el director de la editorial.
—Lo estoy, señor, muchas gracias —dijo ella. Nayeli la miraba y no paraba de sonreír.
Así esperamos unos minutos más, entre saludos y cordialidades, hasta que fue la hora acordada y el director de cultura de la universidad dijo:
—Si gustan podemos pasar.
Sin embargo, en torno a mí, además de las personas ya descritas, no había nadie más, contrario al salón de enfrente, que ya estaba a reventar.
Entonces alguien me tocó la espalda.
Se trataba de Edmundo Martínez, alias el Doktor, profesor de literatura retirado, compañero del taller que tomaba con Armando Vega Gil.
—¡Doktor, qué gusto! Muchas gracias por venir.
—El gusto es mío —dijo el Doktor—. Veré si puedo ver también a Armando, aunque creo que no alcanzaré: mi viaje de regreso a la ciudad saldrá un poco antes.
—Ojalá que tenga oportunidad —le dije. Le hablaba de usted a pesar de que no le gustaba.
—Entremos —me dijo Nayeli, tomándome por el antebrazo.
El Salón principal número 3 era enorme. Cabían alrededor de doscientas personas. Seguro más, supuse, si algunas entraban de pie. Yo sabía que de ningún modo sucedería eso. A lo lejos logré vislumbrar la mesota en la que estaban consignados los nombres de los ponentes: de la jurado del premio, del director de cultura de la universidad, del director de la editorial, y del ganador previo, de la edición anterior, quien llegó en ese preciso instante.
Lo llamaré Alberto Portales.
—Mucho gusto —dijo Alberto. También vestía impecablemente—. Me encantó tu novela, ya la comentaremos ahorita.
Así fue que avanzamos hacia la mesa. Frida llevaba consigo la cámara fotográfica que me prestó Arcelia, con la cual, me dijo, haría las tomas más espectaculares de la presentación.
Confiado en que así sería, me senté en el lugar que me tocó: en medio, entre los otros cuatro presentadores. Desde ahí se hizo más y más grande el salón. Y más vacío de lo que en realidad estaba.
Mi corazón comenzó a ponerse bien loco.
Qué
rayos
estoy
haciendo
aquí
pensé, y traté de respirar profundo, por la nariz, expulsando el aire por la boca…
Poco a poco llegaron algunas personas más. Entre ellas el diseñador JJ, Vicente, Libertad y María Cristina; algunos extraños, gente que seguro deambulaba en la feria y cayó ahí por azar…
En eso pensaba cuando, de repente, vi que por la puerta principal del salón entraba mi ex y tomaba un lugar en la parte trasera.
Fue así que se me paralizó el cuello por completo. No fue sino hasta ocho horas después que logré moverlo de nuevo.
Texto publicado originalmente en CanCerbero.
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