—¿Sabes cómo fue que lo atrapé?
—No.
—Muy fácil —dijo, el cubrebocas cubriéndole medio rostro—: por la chamarra.
Hacía quince minutos que había llegado. Yo, que estaba ahí, en la librería de viejo, husmeando en las repisas más bajas, en cuclillas, queriendo encontrarme con algún título que me sorprendiera. Y así ocurrió: hallé un desgastado volumen de crónicas de Fran Lebowitz que se me antojó como regalo para un buen amigo al que le gustaba mucho esa autora.
Eso fue justo antes de que llegara, me picara la espalda y se presentara. Él, un tipo fornido, bastante alto. Su mirada, pensé, semejaba a la de Subzero, aquel personaje de Mortal Kombat. O peor aún: a la de Scorpion.
—Desde el segundo video que me mostraron —dijo— supe que era él.
—Por la chamarra.
—Por la chamarra —repitió—. Imagínate: eran épocas de calor y él iba vestido así, cada miércoles. En ella metía, poco a poco, los billetes.
Adiviné su maligna sonrisa detrás del barbijo. Para ese momento ya me había mostrado algunas fotos suyas sin él, de aquellos años en los que no había pandemia y en los que fungió como investigador financiero para un importante banco, el mismo en el que habían trabajado mis padres muchos años, la mitad de sus vidas.
—Así fue ordeñando una cuenta de un difunto, y fue cuando supo, lo confesó, que de ese modo no iba a llevarse nada de lo que él sabía que había en la caja de seguridad.
—Entonces fingió el asalto —dije. Unas personas entraron en ese momento a la librería. El Hallazgo, se llamaba. Era una familia entera, todos adultos: una mamá y sus hijos jóvenes. A lo lejos Leopoldo, el dueño del local, tenía sobre un mueble que le servía de escritorio, almacén y recepción una botella de ron de caña y una cocacola de tres litros.
—Quería llevarse más de cuatro millones. Solo pudo cincuenta mil.
—La verdad no me enteré —le dije.
—Te digo que fue en la sucursal de acá adelante. ¿Tú dónde vives?
—Justo para allá, cruzando la avenida, cerca del Puente Viejo.
—¿Por donde está la primaria Valentín Elizalde?
—Sí, justo por ahí.
—Yo fui a esa primaria —dijo.
—No…
—Sí.
—¡Yo también! —expresé sin poder ocultar mi sorpresa. Fue una sensación extraña, como si estuviera orgulloso de que en aquella primaria maltrecha se formaran hombres exitosos como nosotros.
O quizá fuera todo lo contrario.
—Pues sí, ese caso tiene unos tres años. Salió en las noticias y todo.
—¿Pero cómo dices que ocurrió?
—Con la lana que había ido sacando contrató a dos primos suyos. Ciertamente no eran ladrones profesionales. Estos consiguieron lo que pudieron: un par de fogones, unos pasamontañas…
—Antonio Machado —lo interrumpí—, dices que así se llamaba aquel hombre…
—Sí. Como el poeta. Qué curioso que te cuente esto en una librería, ¿no? Pero ya tendremos oportunidad de platicar en otro lado, en otro momento, ¿verdad? —dijo, y aquello sonó más a una amenaza que a una invitación. Por lo que asentí como si no lo hubiera hecho. Volteé a ver a Leopoldo, quien brindaba con la familia que acababa de llegar. En días como ese, sábados por la tarde, acostumbraba hacer eso: pistear con sus cuates lo más discretamente que podían al fondo de El Hallazgo.
—Lo hizo un día como hoy, un sábado por la mañana. Llegó temprano al área de cajas, de la cual era responsable, e instruyó a sus subalternos para que dieran mantenimiento a la caja fuerte. Que no se trataba más que de un procedimiento que se aplica cada semana para revisar que todo esté en orden. No llevaba puesta la chamarra. En eso estaba cuando llegó el coche antiguo sin placas de sus primos, una de esas lanchas que ya casi no se ven circulando, y se estacionó frente a la sucursal. Ambos hombres bajaron armados y encapuchados y amedrentaron al guardia, al único cliente que había ahí y a Antonio, quien ni tardo ni perezoso levantó las manos. Tú sabes, bueno, a lo mejor no, que en esos casos los cajeros tienen un botón de seguridad. No lo tienen debajo de su escritorio, como quieren hacer ver en las películas, sino que en el piso, de tal modo que sea sencillo y discreto el movimiento al pisarlo. Las cámaras registraron el momento en que Antonio pisó el botón, sin embargo no lo pisó de lleno. Al principio dijo que lo hizo, y que no funcionó. Terminó confesando esto que te digo.
Cristóforo Ramírez, el hombre que tenía frente a mí, me siguió contando que a la sucursal llegó una patrulla casi veinte minutos después del asalto, cuando los ladrones ya habían empacado los cerca de cincuenta mil pesos. Si los agarraron fue porque su automóvil no arrancó para emprender la fuga y, aunque huyeron corriendo con un par de mochilas repletas, dieron con ellos una vez que Cristóforo, el lunes siguiente, habló con Antonio Machado. Según su relato, con tan solo mencionarle lo de la chamarra el hombre no tuvo otra opción que confesar: su esfínter lo delató cuando comenzó a orinarse.
La verdad no supe si creerle. Demasiado fácil, pensé, y poco después nos despedimos; Cristóforo se encaminó hacia su Uber (tenía un par de años que ya no trabajaba como investigador financiero, ocupación que tuvo quince años) y yo me fui a casa tras despedirme de Leopoldo, dejándole algunos ejemplares de mi reciente libro de relatos: Los monstruos también tienen pesadillas, como el que le había vendido a Cristóforo, razón por la cual nos habíamos encontrado ahí: para vendérselo. Él era, según me dijo también, un gran fanático de mi escritura.
Un par de semanas después llegó a mi casa. Tocó la puerta del zaguán, pues no tenía timbre. Lo vi desde la ventana, el tapabocas cubriéndole el rostro. ¿Cómo chingados supo dónde vivo?, me pregunté, y las manos comenzaron a temblarme. Vi que consigo llevaba un ron de caña en una mano y un ramo de rosas blancas y rojas en la otra. Imaginé que debajo de las flores llevaría algo, una escopeta, no sé, como en las películas. Pero nada bueno. De otro modo no tenía sentido: jamás noté que estuviera enamorado de mí. Así que esperé unos quince minutos a que se diera por vencido y se fuera, pero sabía bien que eso no iba a suceder.
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