VI
Ella sí está ahí.
En aquel stand de la UNAM.
Lo recordé apenas, hace poco, cuando me escribió para preguntarme
cómo estaba.
Recordé sus senos, la neta, unos senos que me mostró la noche en que bebimos juntos en aquella cantina en la que tienen una foto de Eusebio colgada cerca de la puerta.
Está ahí, Alma Laura, quien fuera mi profesora en la universidad. De alguna materia que ninguno de los dos recuerda.
Ha ido a ver a un amigo suyo; se ha enterado de mi presentación y decidió ir a verme.
A mí, aquí en la FIL.
Alrededor hay varias personas. Mi hermana y mi madre
a la distancia. Frida.
Le agradezco tanto su gesto, el estar aquí, le digo mirándola a los ojos.
Ella me dice que está orgullosa de mí, que estuvo muy bonita la presentación, y me da un beso en la mejilla.
Percibo su aroma, le pregunto si estará más días aquí
en Guadalajara.
Me dice que sí, que nos veamos después. En alguna fiesta. En cualquier
otro lado.
Le digo que sí,
pero no ocurre.
Nos veremos varios meses después, en aquella cantina, por segunda ocasión, en el centro del Tlalpan. Me hablará de su trabajo, de su vida familiar, de sus afiladas ideas sobre el mundo. Hablaremos sobre Eusebio. Es una mujer brillante, maravillosa y elocuente con la que termino besuqueándome en la banqueta, sintiendo sus suaves pechos sobre mi horrenda panza.
No sé cómo puede
fijarse en un fulano de mi calaña, no sé cómo puede,
pienso, y le digo:
—Gracias.
—No tienes nada que agradecer —dice.
Y me abraza. Y me dice:
—Cuando quieras hablar, cuando quieras coger, solo háblame.
La pequeña sala estaba llena.
Desde luego había más gente ahí que en mi presentación (aunque aún así alcanzamos lugar). Nos sentamos en la penúltima o antepenúltima fila; Libertad a mi derecha, Frida y Vicente a mi izquierda. En su mayoría había gente de la edad mediana, y hacia arriba. Pocos jóvenes. Personas, pensé aferrado a mis prejuicios, con altos ingresos económicos.
Me lo decían sus ropas. Su manera de hablar.
Yo llevaba puesta la chamarra negra de cuero que me regaló mi madre por mi cumpleaños previo, y una playera negra de Deftones, de su álbum homónimo, de las dos que compré en el Chopo en la víspera.
Las botas de Bob.
Volteé a ver a Libertad. Con la mirada recorrí desde su cabello crespo, sus gafas, sus hombros semidesnudos, hasta sus tobillos. Sus botines y el pantalón pescador. Ahí me detuve y observé. Nunca me habían llamado la atención unos chamorros. Pero era el caso. Sentía que me estaba enamorando de aquella pierna.
Maldita sea, cómo puede ser posible,
pensé.
Y al levantar la mirada me encontré con la suya. Luego Libertad volvió a mirar hacia el frente: la presentación comenzaba.
No tengo recuerdo alguno de quién estuvo junto con Álvaro Enrigue en aquella mesa. Pero lo recuerdo hablando con lucidez y soltura sobre su nueva entrega editorial. Había una arrogancia, discreta pero convincente, en sus palabras, que me hizo pensar que aquel que hablaba era un escritor nato que nació y creció en una cuna de oro y que eso, de algún modo, le quitó el hambre y lo volvió un autor, sí exquisito, pero inofensivo.
Me pregunté si algún día
muchos años después
estaría en el mismo lugar; quiero decir,
en una sala discreta, pasados mis cuarenta años,
quizá en los cincuenta, rodeado por mis lectores
de confianza;
algo de cabello, algunas canas, la virilidad
persistente
o muriendo apenas.
De pronto cabeceé sin tregua. El jaloneo hacia el piso me despertó un instante, luego volvió a suceder. No supe por qué, pero la tensión que apareció de súbito en mi cuello horas antes había desaparecido, casi por completo.
Hasta que terminó la presentación y salimos de ahí.
Vicente sugirió que precopeáramos en mi hotel para después ir a la fiesta; me pareció una excelente idea y una oportunidad franca para tratar de acercarme a Libertad.
Afuera la noche ya había reclamado su reino. Caminamos los cuatro juntos hacia el Oxxo más cercano, que era el Oxxo más cercano al hotel. Había algo de gente ahí dentro, formada para tomar cervezas del refrigerador y formada en la caja para pagarlas. Al saber que estaba de vuelta en el alcoholismo, Vicente me recomendó que bebiera una cerveza que estaba enlatada en un color beige que la hacía lucir deliciosa. Compramos un par de esas cada quien, excepto Frida, que muy rara vez bebía. Optó por un té helado.
Caminamos con las cervezas en la mano (Vicente pagó), y al entrar al lobby avancé con toda la seguridad que me fue posible hacia el elevador. Una vez ahí, coloqué mi tarjeta y digité el número de piso como si lo hubiese marcado bien desde siempre y como si estar en lugares como ese fuera para mí un asunto de todos los días, no una excepción.
La puerta se abrió un momento después, en el segundo piso. El silencio y la oscuridad nos recibieron, aunque apenas alguien dio un paso hacia adelante se encendió la luz. Caminamos por el mudo pasillo. Abrí la puerta de la habitación y presioné, por suerte, el botón correcto que iluminó parcialmente el espacio.
Tan pronto entramos colocamos las cervezas sobre el buró central, donde se encontraba el ejemplar de Metal con el post it de la carita feliz. Vicente lo tomó con ambas manos y, tras hojearlo, dijo:
—¡Qué hermosa edición!
Conforme lo miraba hacer eso, Libertad sujetó una de las cervezas y la destapó. Dio un trago pronunciado. Lo mismo hizo Vicente y luego yo. Frida destapó el té helado. Después, a petición de Vicente, todos brindamos.
—Por una fructífera trayectoria como escritor —dijo, su hermosa sonrisa vino a continuación, al mismo tiempo en que levantaba la lata hacia el techo, donde giraban sutilmente unas enormes aspas para disipar el calor.
Un momento después nos sentamos en una de las dos camas, específicamente en la que yo dormí. Me recargué en un lado de la cabecera, Frida del otro; Vicente y Libertad se sentaron al pie de la cama. Ninguno comentó nada sobre la presentación que acabábamos de presenciar. En cambio, Vicente dijo:
—Va a estar buena la fiesta de ahorita. Es de Sexto Piso.
—¡Órale! —expresé.
—Estaría bueno que —dijo Vicente—, ahora que sea tu agente, les llevemos tu próxima obra maestra —y se rió.
La luz del entorno era tenue, cálida; le daba al espacio una sensación íntima, casi erótica. Miré a Libertad, quien miraba hacia cualquier otra parte. Pensé que en una de esas quedarnos a beber ahí sería mejor idea que ir a cualquier fiesta…
—No estaría mal —le dije a Vicente y le di un trago a la chela.
Entonces Frida se puso de pie y a su vez puso algo de música en su teléfono celular, para matar el silencio que de pronto se formó. Algo de metal. Algo de Moonspell.
Me sonrió y guiñó el ojo a la breve distancia que nos separaba.
—Para ti —dijo.
Ni a Vicente ni a Libertad pareció molestarles la música. Y con ella de fondo, charlamos. Le pregunté a Libertad qué era lo que sabía de mí, eso que me dijo la noche anterior tan pronto nos conocimos en la fiesta del Fondo. Me dijo:
—Sé que eras un borracho y un irresponsable, y que faltabas al trabajo por estar completamente crudo y que…
—Ok, ya entiendo…
Di un traguito a mi chela, leve, discreto, y ella sonrió y dio uno más recio a la suya, empinándosela. Pude ver el líquido descendiendo por su cuello.
Dijimos otras cosas que ahora se me escapan, probablemente reímos en algunos momentos y, no mucho después, tras acabarnos las cervezas y el té, decidimos movernos a la fiesta en un taxi. En realidad fue en un Uber que Vicente también se patrocinó. Yo nunca había tenido esa aplicación, sin embargo la descargué para ese viaje pues no conocía el terruño, y seguramente iba a necesitar moverme de un punto a otro rápidamente.
Adelante viajó Vicente y detrás íbamos Libertad, Frida y yo. La fiesta estaba cerca del hotel, en realidad estaba a unos diez minutos, y la zona era parecida a Polanco o a la Condesa, en la Ciudad de Méjico. Entorno caminaban algunos jóvenes que parecían ávidos por divertirse en algún lado (no muy lejos de ahí había bares y antros). A simple vista no sabía exactamente dónde podría ser el reventón.
Entonces Vicente caminó sobre una de las pulcras aceras hasta que se aproximó a la entrada de una especie de sótano. Ahí alguien lo recibió y el rubio editor de libros académicos mostró la invitación que llevaba en su teléfono celular.
—Vengo con ellos —dijo, señalándonos a sus espaldas.
Serio, el cuidador miró la invitación digital y nos escudriñó a todos. Luego esbozó una sonrisa y dijo:
—Bienvenidos.
Entramos por una especie de túnel, no muy oscuro, en el que, a lo lejos, al final, se vislumbraba una luz púrpura. Para ese momento de la noche, casi las diez, no había prácticamente nadie. La barra, que era libre, estaba iluminada por una luz rosada.
De pronto pensé que aquel espacio, con esa iluminación, ameritaba ser retratado. Pero no llevaba conmigo la pesada maleta que Arcelia me había prestado, y que contenía su cámara y un par de lentes (objetivos, insisto, dirían algunos mamadores). Lo lamenté un poco, y poco después nos sentamos al borde de una especie de banqueta que había en perpendicular a la barra, y frente a la cual había un espacio cuadrado, un lugar que se tornaría pista de baile unas horas después.
Mientras tanto pedimos un trago. En la barra servían chelas y mezcal.
—¿Te pido uno? —me preguntó Vicente; logré mirar la encendida alegría de su mirada entre la oscuridad del espacio.
—Sí, carnal, muchas gracias.
Libertad, por su cuenta, pidió algo, y Frida una botella de agua.
Nos sentamos en la banquetita con nuestros tragos. Otras personas que comenzaban a llegar también se sentaron ahí, esperando, ¿qué
esperaban?, me pregunté,
¿más gente?,
¿más alcohol?, algo
¿de música?, ¿el amor?; me pregunté
si todos esperábamos
así la muerte:
con un trago entre las manos y una sonrisa
paciente.
Permanecimos así, sentados, platicando un poco más de asuntos quizá irrelevantes cuando llegó María Cristina, la otra redactora que el día anterior iba con Vicente y con Libertad. Nos saludó efusiva y en algún momento estuvimos sentados el uno junto al otro. Conversamos un poco, y entre otras cosas me enteré que era casada y un poco mayor que yo. La verdad no se le notaban ninguna de las dos.
Y cada vez que traté de conversar con Libertad ella
se hacía dos pasos a un lado, o giraba la cabeza
hacia el otro
cuando de pronto,
frente al amplio cuadrado sobre el que ya se habían posado algunas gentes, una banda comenzó a montarse. Una batería por ahí, unos amplis por allá. Tardaron varios minutos en estar listos hasta que empezaron el soundcheck. La gente de inmediato volteó hacia ellos; el lugar, nunca supe cómo se llamaba, comenzó a llenarse.
La banda, cuyo nombre me aprendí al principio pero que ahora olvidé, tocaban un stoner hard rock en español muy chingón. Es una lástima que me haya olvidado de su nombre, porque de verdad tocaban muy bien (intentaré acordarme, quizá lo haga después). De inmediato prendieron al respetable y a mí me dieron unas ganas tremendas de echarme un palomazo con ellos, o de haber estado ahí con mi banda, listos para tocar después.
Interpretaron material propio en aproximadamente una hora, tiempo en el que también me dieron muchas ganas de tomarles unas fotos. Lo único que pude hacer fue capturar un video con el celular que recién había adquirido, y que aún uso hasta el día de hoy. Ese video lo subí a una historia de Instagram, pero ya no está.
Apenas había bebido un par de tragos cuando volví a ver a Vicente, quien ya se había empinado por lo menos cuatro. Su piel blanca se tornó chapeada, y algo comentamos sobre que habría estado increíble que los Redactors hubieran tocado en aquel lugar. The Redactors, nombre oficial de aquella agrupación, fue una banda legendaria que nunca tocó en vivo, y que estaba conformada por nosotros dos (Vicente en la guitarra, yo en la batería), y por un par de redactores más, uno en el bajo y otro en la voz.
Luego Vicente dijo:
—Me gustó Frida… ¿Me das chance de…?
—Adelante —le dije antes de que completara su oración—. No tienes por qué pedirme permiso…
Eso pasaba también, a veces: que la gente pensara que Frida y yo sosteníamos un hórrido romance, o que éramos novios, o exnovios, o algo parecido. Así que, tanto hombres como mujeres se lo pensaban un poco antes de acercarse a nosotros en algún antro o peda o fiesta; a mí de plano los hombres me preguntaban si no tenía problema si se la intentaban ligar.
—No —decía, porque nunca lo tuve, y aquella vez con Vicente no fue la excepción.
Vi entonces cómo se acercó hacia donde estaba sentada ella, sin beber. A la distancia noté que Frida echaba un poco el cuerpo hacia atrás, tal como lo hacía Libertad conmigo.
En el lugar ya habían puesto música electrónica, con la que mucha gente comenzó a bailar. Entre todas esas personas, cuyos cuerpos se embarraban los unos con los otros en un éxtasis de sudor, traté de llegar a la barra. A gritos pedí otro mezcal; alcancé a vislumbrar a Vicente abriéndose paso por unas chelas.
Me senté por ahí.
Pensé que en otras circunstancias ya estaría hasta el culo de borracho, tirado en el suelo o pretendiendo bailar para ligar con alguien.
Pero no lo estaba.
Di un pequeño trago.
Alguien se acercó a mí por la espalda.
Era Frida.
—Vicente está tratando de ligarme…
—Oh…
—Pero no me gusta.
—Lo sé.
—¿Estás bien?
—Sí…
Se me quedó mirando. Hicimos un intento por sonreír.
—Vámonos en un ratito, ¿va? —le dije, conforme miraba hacia donde estaba Libertad. Frida lo notó.
—Ok, ve…
Cuando me puse de pie, Vicente se aproximaba muy contento con varios tragos en ambas manos, dispuesto a compartirlos con quien se pudiera (o dejara).
Yo me senté junto a Libertad. No volteó a verme. Maria Cristina, en cambio, me sonrió sin esfuerzo alguno. Ella conocía las mismas historias que Libertad, aunque ciertamente a ella no le miraba el chamorro. Entonces algo le dije, a Libertad, no recuerdo qué; lo siguiente que dijo fue que tenía que irse.
—Mañana regreso a la oficina —dijo. Libertad trabajaba en ese entonces para una editorial transnacional, la competencia directa de la que ambos fuimos empleados.
Se puso de pie y se despidió de cada uno de nosotros con un beso y un abrazo. La vi marcharse; su pelo rizado, sus gafas de pasta gruesa, sus chamorros… ni un atisbo de interés en mí y aún así osé en decirle a María Cristina, tan pronto Libertad ya no estaba en ese sitio:
—Me gustó…
María Cristina me vio a los ojos y dijo:
—¿Y luego, le dijiste?
—No…
—Ya se fue, eh.
—Sí…
—¿Vas a correr tras ella?
Permanecí en silencio un momento, conforme miraba los pies de la gente bailar,
qué malo era yo
para bailar, aunque excelente
para arrastrarme.
—No, pero si tienes su teléfono…
Y María Cristina me lo pasó.
Miré la pantalla: ahí estaba el nombre de aquella mujer con la que, en conjunto, no había hablado más de treinta minutos. Apenas era la medianoche.
Volteé a ver a Frida, quien estaba sentada detrás de mí. Vicente a un lado suyo. Tan solo con verme, ella asintió con la cabeza.
Me puse de pie. Tomé a Vicente por los cachetes y le planté un beso en los labios.
—Ya nos vamos —le dije a continuación.
—No manches, ¡la noche apenas comienza! —dijo, con una sonrisa que era más que nada de lamentación.
Frida se puso de pie.
Nos despedimos de él y de Maria Cristina con besos y abrazos y salimos un instante después de aquel sótano repleto; en efecto, la noche apenas comenzaba.
En la calle abordamos un taxi. Frida le hizo la parada. Una vez arriba, le indiqué al conductor el nombre del hotel.
Miré por la ventana, el exterior; la noche
era tranquila, un sitio agradable, el lugar
al que pertenecía.
Frida me preguntó:
—¿Qué pasa?
Pienso en Alma Laura, me habría gustado llamarle, decirle
que venga a mi hotel, que hay dos camas,
que podemos coger en ambas, como un par de bestias desesperadas
por inmortalizarse…
Entonces, luego de ese breve silencio, miré a Fri.
Le dije:
—¿Sabes?, me siento en modo ruvalcabiano: de esas pedas en las que no estás tan pedo pero miras dentro de ti: tu oscuridad, tu luz al mismo tiempo, y tu juicio se vuelve demoníaco, te hipersensibilizas respecto de todo…
—Entiendo —dijo.
Llegamos a las afueras del hotel poco después. A unos pasos estaba otro Oxxo.
—Como que me apetece comprar un trago —dije—. Pero no sé…
—Vas, es tu noche, hoy te premiaron —dijo.
Pero en el Oxxo nos dijeron que no vendían alcohol pasadas las diez.
—Mierda, lo olvidé —dije.
—Es lo malo de dejar de beber —dijo Fri.
Al llegar a la habitación entramos con todo el espacio a oscuras, tal y como lo habíamos dejado horas antes. Frida tomó el ejemplar de Metal entre sus manos, lo hojeó mientras yo me quitaba las botas y me recostaba en la que era mi cama. Me quedé mirando el techo un buen rato. Seguía sin creer que estuviera ahí. Mi mirada se perdió en aquellas formas indiscernibles del tirol. No sé cuánto tiempo pasó hasta que levanté un poco la cara y miré hacia el enorme ventanal de la habitación. Frida estaba ahí, miraba hacia afuera, desnuda. Las sombras y las luces se fundían en su cuerpo de tal modo que quise sacar la cámara y retratarla.
Pero no lo hice.
Solo la miré así, un momento más, como la había mirado tantas veces.
Y entonces me dormí.
Texto publicado originalmente en CanCerbero.
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