Recuerdo con mucho cariño mi primer asalto. Fue cuando tenía catorce años, les dije, y ocurrió mientras iba subiendo un puente. Un individuo, otro joven (un carnal un poco mayor que yo), se aproximó. Pensé que me conocía y que quería saludarme, porque de pronto ya estaba muy cerca de mí. Así, a dos centímetros, pude ver la punta afilada que llevaba en una de sus manos. Mierda, pensé, mientras él me decía: Afloja, culero. Entonces era aún más pobre que ahora, y acaso llevaba cinco pesos (en morralla) en la bolsa trasera de mi pantalón. Temblando se lo comuniqué. Tú afloja, puto, ordenó, y aflojé. Una de las monedas cayó al piso. El fulano se agachó para recogerla y consideré muy seriamente darle un rodillazo en su jeta fea en ese instante. Pero no lo hice. Al reincorporarse, me dijo: Sale, la banda, cuídate. Eso les conté. Algunos se rieron. Alguien, al fondo, preguntó después si la violencia estaba normalizada. No lo está, le dije. Ni lo estará. La violencia no es normal para nadie, ni para quienes la perpetran. Eso le dije, y saqué a colación una respuesta que el finado e inmenso cineasta japonés Akira Kurosawa dijo en una entrevista cuando le preguntaron por qué retrataba tan bien la violencia en una de sus películas. Porque la odio, dijo. Porque estoy en su contra. Algo así. Yo les dije que estaba de acuerdo con él. Que lo mismo pensaba. Entonces hubo un silencio. Miré a cada uno de estos jóvenes que se habían tomado la molestia de leer un relato que escribí muchos años antes, sobre un acto de violencia extrema y cotidiana que quizá para ellos se quedaba corto. Cortísimo. Los miré. Hacía mucho tiempo que no me sentía recibido tan bien.














Deja una respuesta