El día que conocí a Metallica en realidad no lo hice. Era mi sueño hacerlo, sin embargo, y como tal me desperté (temprano). Por lo tanto estaba un poco nervioso. Bueno, no del todo, porque en mi escritorio ya reposaba la carta de amor, traducida al inglés, que le escribí a Lars Ulrich en la víspera. Se titulaba «Fuck me, Lars», y mi propósito era entregársela. Apenas recuerdo qué decía. Algo le contaba sobre mi temprana admiración por él. Le decía que no era tan mal baterista. Nimiedades volcadas con bolígrafo negro sobre una hoja de papel arrancada de un cuaderno. La conferencia de prensa de la banda sanfranciscana, a la cual me habían acreditado, no me importaba tanto. Nunca me habían importado las conferencias de prensa (y siguen sin importarme), pero me alisté, alguna ropa limpia hube de ponerme, y antes de abordar el camión que me llevaría, derechito, por Reforma, a mi destino (un lujoso hotel), acudí a la tiendota de la esquina. Ahí compré un cuarto de Jimador. Luego vertí el líquido en mi anforita, la cual usaba en ocasiones especiales como esa y en conciertos (como acudía en mi papel de reportero, los vigilantes nunca revisaron el hueco de mi chaqueta donde siempre la oculté). Me senté, pues, en el fondo del camión y empecé a pistear a discreción para aplacar los nervios que ya me habían puesto temblorosa la mano con la que saqué la carta que estuve a punto de romper. No, me dije, debes entregarla. Así que bebí un poco más hasta que llegué a las afueras del lugar. Caminé por la recepción y pregunté dónde sería la conferencia. Tenía cierto dominio para caminar erguido a pesar de andar flamas. O eso pensaba. Ya no recuerdo bien qué procedió a continuación: de pronto estaba en un lujoso baño, empinándome a libertad aquella anforita que alguien especial (en paz descanse) me había regalado. Luego me miré en el espejo. Estaba desgreñado, la barba crecida. Parecía un indigente. Así que me eche abundante agua para refrescarme la feis. Salí y tomé mi lugar en la conferencia. El lugar estaba repleto. Encontré un asiento como en el camión: hasta atrás. Había iluminación tenue. Sonaba un álbum de Metallica. Era el Beyond Magnetic. Los reporteros cuchicheaban entre sí mientras yo le daba otro llegue al tequila. Entonces, como en un concierto, la música cesó y todo mundo lanzó un grito. Yo no. Mi culo pareció enterrarse en el banquillo donde reposaba, acallando mi garganta consigo. Mejor opté por dar otro traguito. Se aparecieron entonces Hetfield, Hammett, Trujillo y Ulrich. Verga, los tenía lo suficientemente cerca para notar que eran seres vivos. Por lo que saqué mi teléfono celular y pretendí tomarles unas fotos (todas inmundas), entre ellas la que acompaña este texto. Luego permanecí impertérrito conforme los reporteros hacían sus preguntas tan pinches. Fue así que me imaginé conversando con Lars a solas, una vez que todos se hubieran ido. Con James, por qué no. Con cada uno de los cuatro, es más, pensé; uno por uno, como en pelea de barrio. Pero estaba ahí, a varios metros de ellos, ya oficialmente bebido, aunque sin alcanzar, por la emoción, la impertinencia de la embriaguez. O eso pensaba. Porque bebí más. En ese momento sentí cabalgar por mis venas ‘Just a bullet away‘. Metallica, sentados en unos banquillos altos, contestaban vestidos con carísimas ropas a cada una de las interrogantes. Yo empezaba a mover las piernas, a chocar las rodillas una contra la otra porque de repente me dieron ganas de mear. Y por la ansiedad de que todo estaba por acabarse. Hasta que se acabó, y yo estaba ahí, aplatanado, orinándome. Los cuatro multimillonarios se pusieron de pie entonces y manotearon al aire, simulando despedirse de todos. Nadie osó en acercarse. Algo de eso habían advertido al principio, alguien, antes de que iniciara la conferencia: que uno no podía acercarse. No contaban con el impulso metalero que brinda un cuarto de alcohol cuyo costo era menor a los cincuenta pesos. Cuando pretendí hacerlo vislumbré (gracias a Lucifer) al equipo de seguridad del grupo: varios carnales gigantescos, entre ellos el típico negro inmenso. Seguro me rompe el brazo y luego las piernas, pensé al sacar de mi chaqueta la carta que había escrito. La observé y miré; frente a mí los reporteros empezaban a vaciar la sala y Metallica se alejaban más y más. Quise gritarle a Lars por su nombre, pero tampoco pude; intenté hacer una bola de papel y arrojársela, pero recordé que soy muy malo lanzando bolas (y que seguro caería en cualquier parte, menos sobre su calva cabeza). Chingadamadre, pensé mientras la orina ya me torturaba vejiga, huevos y glande; conforme Ulrich se alejaba para siempre junto con toda posibilidad de saludarle.
Así fue como salí de ahí y me dirigí de nuevo al baño. Tras orinar unos cinco minutos, lancé la carta al retrete y jalé de la palanca.
Sentí un gran alivio.

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