Mi padre me legó un reloj modelo sin marca cuyo mecanismo era visible a los ojos de quien también mirara la hora en sus manecillas doradas que hacían mucho ruido al avanzar. Tenía correas desgastadas color café.
Se lo conocí desde que yo era niño, y lo portó hasta el día de su muerte. Ahí, en la cama de un hospital público donde dio sus últimos alaridos, el viejo se lo quitó con esfuerzo y me lo entregó, su mano aún temblando:
—No tengo nada más que heredarte —dijo.
Murió no mucho después, casi al momento en que abandoné aquella sala tras prometerle que iría a verlo al día siguiente.
Cuando llegué a casa la llave con la que solía abrir la cerradura no funcionaba. Lo intenté un par de veces, pero fue en vano. Fue así que toqué la puerta con el puño cerrado que miraba de costado.
Pero nadie abrió.
—Deja de tocar. Es inútil, cambié la cerradura.
Volteé hacia la ventana. Ahí estaba ella, al parecer mi ahora exesposa, saludándome sonriente mientras movía uno tras otro los dedos de una de sus manos.
—¿Qué haces, Amanda? Ábreme, por favor —le dije.
—Si no te vas —suspiró—, llamaré a la policía.
Entonces me acerqué a la ventana.
—Amanda… —dije, y Amanda señaló hacia abajo.
—Te dejé esa mochila con algunas cosas que tal vez te sirvan para pasar esta noche.
Miré hacia donde señalaba. En efecto, ahí había una mochila, que sujeté: pesaba un poco.
Ninguno de los dos dijo una palabra más. Tras de ella, tras de su pierna, se asomó Priscila, nuestra hija, quien tendría en ese momento cuatro años. Amanda se agachó para decirle que se fuera a otra parte de la casa.
La niña me miró a los ojos conforme se iba. Los suyos eran unos ojos color miel como los de mi padre.
Al principio deambulé por la ciudad sin un rumbo específico, hasta que me detuve en un puesto de tortas que había vislumbrado hacía tiempo: era como un carrito gigante de hot dogs. El joven que lo atendía era un muchacho con las cejas depiladas y un corte de pelo de bacinica que escuchaba música reguetón en su celular cuando me aproximé.
—¿De qué se la hacemos, jefe? Tenemos pierna ahumada, pechuga asada y milanesa empanizada…
—Dame una de pierna, por favor —le dije y me senté en uno de los asientos redondos, altos, como de hamburguesería de los cincuenta. Esperé ahí unos minutos, y conforme lo hice miré el reloj de mi padre que ya llevaba puesto sobre la muñeca de mi brazo izquierdo. Él lo usaba sobre la muñeca de su brazo derecho.
El joven sirvió la torta, partida por la mitad, sobre un plato de vidrio. Estaba recubierta por un grueso papel aluminio. La devoré en cuestión de minutos. Tal como lo había imaginado, estaba exquisita.
—¿Le gustó, jefe?
—Sí, muchas gracias —le dije al joven y saqué mi billetera.
—¿Cuánto te debo?
Me dijo la cantidad y observé los únicos tres billetes que tenía. Aquel era mi único capital. Al entregarle uno, le dije:
—Quédate con el cambio.
Y me fui de ahí tras despedirnos de palma y de puño, como si nos conociéramos de años.
Más tarde pasé por una calle repleta de putas. Aún era de día, alrededor de las cuatro; el ruidero de los automóviles y de los comerciantes era lo único que se podía escuchar. Muchos de ellos, de los tianguistas y mercaderes, de los camioneros, paseaban por ahí y se detenían a mirarlas. En un tramo de la calle, muy a desnivel, de plano se sentaban para ver. Un hotel en ruinas servía como fondo a la pasarela de mujeres que entregaban su vida al sexoservicio.
Me senté, como aquellos hombres. Parecíamos perros en manada tras la perra en brama. Solo que, a diferencia de estos, de los canes, ninguno iba tras de alguna mujer, ni se peleaba por ellas. Solo las mirábamos. Hasta que alguno de los que iba pasando por ahí, de los que iban caminando y sabían a lo que iban, se acercaba a alguna, le preguntaba su tarifa y esta le señalaba el hotel que parecía a punto de derrumbarse. Acto seguido la mujer avanzaba con el hombre tras de ella, y entraban.
Así una y otra vez.
Estuve ahí un rato mirando hasta que no pude más. Me puse de pie y me acerqué. La mujer ni siquiera me miró cuando le pregunté por su tarifa y avanzó delante de mí hacia el hotel. Tenía una curiosidad enorme de ver cómo era por dentro ese lugar, así que agucé los sentidos lo más que pude en cuanto puse un pie ahí dentro. El pasillo, estrechísimo, de paredes que parecían hechas de papel, conducía a una serie de camastros separados cada uno como biombos, cubiertos apenas por un pedazo de tela a modo de puerta por los que uno podía ver a las parejas fornicando conforme se avanzaba. Llegamos hasta el fondo y la mujer descorrió la cortina, sin mirarme, y una vez dentro de aquel breve y pútrido rectángulo, se acostó y abrió las piernas. En la pared había rayoneados algunos nombres de personas que, supuse, habían estado ahí antes. El olor, pensé, era semejante al de un estercolero.
Extraje mi cartera y le extendí mi segundo billete a la mujer, quien lo tomó, esta vez mirándome, sin decir una palabra, y del mismo modo, sin decirle nada, salí de ahí.
En la cantina había muy poca gente. Pocos la conocían, solo los viejos pensionados que iban a pasar ahí la tarde, y uno que otro borrachín como yo. Pedí un vodka tónico y lo bebí despacio mientras alcanzaba a mirar mi reflejo en un espejo manchado, roto, que tenían detrás de la barra. Recordé lo que alguien me había dicho alguna vez: que los espejos en las barras les servían a los bebedores para cubrirse las espaldas. De sus enemigos. Yo no tenía ninguno, y ahora deseaba tenerlo. ¿O mi exesposa lo era ya? Luego pensé que aquel espejo ni siquiera servía para reflejar la superficie inmunda de nuestras caras, las caras de los hombres que nos sentábamos frente a él.
Miré de nuevo la hora en el reloj de mi padre. Eran las 0:00 horas. Él me había hablado de esta cantina y por eso llevaba varios años visitándola. Fue antes de que perdiera casi por completo la memoria. Antes de que dejara encendido el gas de la estufa del cuartucho donde vivía y se asfixiara con él, y así acabar en el hospital.
Mientras bebía aquel primer vodka tónico mi padre daba sus últimos alaridos en ese otro camastro miserable de la clínica. No lo sabía, insisto, pero supongo que lo intuí porque bebí despacio cada trago y lo disfruté como si aquel se tratara no de un sorbo de alcohol sino de un sorbo de vida.
Dos vodkas eran suficientes para entonarme, así que pedí el segundo cuando un hombre con una guitarra barata y greñuda entró a tocar algo. No era muy viejo, pero era visible que la vida le había cobrado sus faltas con intereses. El hombre tocó un par de piezas y se acercó uno por uno con los pocos clientes que había en El Santuario, por si querían una canción en particular.
Cuando se aproximó a mí ya me habían servido el segundo vodka. Le pregunté cuánto costaba la pieza.
—A treinta —dijo—. Así, tan de cerca, percibí su pestilencia de varios días sin bañarse.
Le dije que tocara algo, lo que quisiera.
—¿No quiere una en especial?
—No —le dije. Y bebí.
El hombre tocó tres piezas. Cuando terminó saqué el último billete que tenía en la cartera y se lo entregué.
—No tengo cambio —dijo.
Con una mano le hice una seña para que se fuera. Mi mirada ya se había estacionado en las rajaduras de la mesa. Uno de mis índices acariciaba la maltrecha superficie.
De pronto una mano me sacudió por el hombro. Era el mesero: me había quedado dormido. Alrededor no había nadie y las sillas estaban patas arriba sobre las mesas.
Me incorporé poco a poco y me acerqué a la barra. El cantinero me miró conforme me quitaba el reloj.
—Este vale por lo menos tres botellas —dije, y lo coloqué sobre la barra.
El cantinero lo miró y luego lo sujetó con ambas manos. Lo escudriñó como si fuera un experto en relojes y dijo:
—No creo que valga tres tragos.
—Me tomé dos —advertí.
El cantinero no dijo más y se guardó el reloj de mi padre en uno de los bolsillos delanteros de su mandil.
Yo salí de ahí para irme a cualquier parte.
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