Ese que ves ahí, en el escenario principal del Vive Latino, es Luis Miguel.
Tiene más de sesenta años y hace unos quince que no ha sacado nuevo disco, pero sus clásicos lo siguen siendo y él, ahora que ya no da conciertos, aceptó participar en esta edición especial del festival, como cabeza de cartel, arriba de Caifanes, Café Tacuba o El Tri del octogenario Álex Lora.
Mira cómo tiene dominado el escenario, le digo a ella, quien sostiene su enorme vaso de chela rebajada, y sigo: aunque casi no tiene pelo y su movilidad es nula, la gente no puede zafarse de su encanto. Ni de la calidad de sus músicos. Son los mismos de siempre y tocan mejor que varios otros de las bandas que se han presentado hoy aquí, digo, mientras ella mira al frente conforme el Sol interpreta ¿Será que no me amas?
El cielo encima de nosotros irradia lo que le queda de furia; ya es el ocaso y a la distancia logran verse unas nubes negrísimas que se aproximan. Las luces del escenario en el que Luis Miguel toca empiezan a distinguirse mejor; aunque es headliner, el intérprete ha optado por tocar temprano, al aire libre, como hacía tanto que no hacía. Como quizá no había hecho nunca, le digo a ella, y ella sigue sin decir nada, da un trago más prolongado a su caguama y enciende un churrito de mota de los varios que forjó antes de que llegáramos.
—¿Cómo está mi público esta noche? —dice Luis Miguel y la gente vitorea y grita y se arma el slam con Suave. Y explotan unos fuegos artificiales cuyo resplandor se refleja en los ojos de los asistentes que tienen puesta su mirada sobre él.
Como yo y como ella.
Trato de recordar su nombre y cómo fue que llegamos aquí. La recuerdo forjando, sí, sus churros, en lo que supongo es su departamento. ¿O será el mío? No, no puede ser. Yo no tengo un departamento. Vivo en Ecatepec, en la que solía ser la casa de mi abuela materna, quien murió muchos años atrás sin acordarse ya de nadie que la conociera.
Sin acordarse de mí.
—Gracias, joven —me dijo un día que la encontré en la calle, deambulando perdida, y la llevé a su casa, la casa que habito ahora.
Fue una tarde, cuando el sol se había tornado umbrío.
Y así yo ahora: no sé quién es ella, pero le hablo como si la conociera. Me sonríe luego de fumar; sus dientes están perfectamente alineados y blancos; su cabello es lacio y teñido de rojo.
La he visto antes, es cierto, pero en otros de mis sueños.
Claro, es eso, me digo: estoy soñando.
Basta con que me mire las manos para tomar el control del sueño y, si así lo quiero, despertar. Tal como se lo enseñó don Juan Matus a Carlos Castaneda en los libros que compartieron juntos.
Vaya libros, por cierto, digo en voz alta, me gustan casi tanto como Luis Miguel, quien sigue cantando sobre el escenario del Vive Latino, y yo lo miro y ella también, cuando se detiene.
Cuando los músicos se detienen.
Él se encorva, se agacha; todos vemos las venas de su rostro inflarse a través de las pantallas. Pareciera que va a decir o escupir algo, pero no lo hace, solo permanece así varios segundos, hasta que un par de personas de su staff se acercan a él y lo ayudan a incorporarse. Lo sacan de ahí.
—¿Qué le habrá pasado? —dice ella. Yo la miro, no le digo nada y doy un trago a mi caguama. Le pido un cigarrillo, ella extiende su cajetilla hacia mí y tomo uno, que coloco sobre mis labios sin encenderlo.
Luis Miguel desaparece del escenario y se forma una especie de silencio que en realidad son todas esas cabezas, miles de cabezas que están frente a nosotros bamboleándose de un lado a otro y cuchicheando palabras que todas juntas no tienen sentido salvo el de ser un ruido, un ruido leve pero audible entre el que ella dice:
—Yo creo que ya se murió.
—No, no manches —le digo.
Yo creo que sí, mira el cielo, me dice, y ahí arriba, entre nubes negrísimas repletas de rayos y truenos, emerge algo parecido al rostro de un hombre viejo, el rostro de un dios encabronado cuyos ojos empiezan a enrojecerse y a lanzar rayos que fulminan a los asistentes que los reciben; los demás corremos como podemos entre la turba donde la pierdo a ella de vista; mientras corro me miro las manos, una de ellas sostiene el vaso de chela vacío, los rayos de aquel dios siguen aniquilando gente junto a mí y entonces
despierto junto a él, en nuestra cama. Pinche Ismael, en la madrugada me despertó para hablarme de su sueño bien loco en el que Luis Miguel cantaba en un Vive Latino. ¿No está tan descabellado, o sí?, me preguntó, es hasta buena idea, ¿no?, me dijo con esa sonrisa que llena su rostro cada que dice algo que lo pone muy contento. Le dije que no estaba tan mal, aunque la verdad pensaba que no era tan buena idea, y que si Luis Miguel se parase en un festival como ese o una de dos: o prendería a todos como él soñó, o lo bajarían —abucheándolo— del escenario. Me parece que la segunda opción es la más viable. Pero no siempre le digo lo que pienso. A Ismael. Para qué. Siempre quiere que se lo diga, insiste mucho, y a veces lo hago, pero no siempre. Él sí. O creo que sí. Pretende ser sincero conmigo lo más que puede, pero a veces yo no quiero escuchar lo que me dice, porque no, no estoy acostumbrada a tanta franqueza. Me parece un síntoma de inseguridad. Pero no se lo digo. Es como este sueño que acabo de tener, en donde se apareció mi ex. Cogíamos, cogíamos mejor de lo que cojo con Ismael, para qué voy a negarlo, pero eso no se lo puedo decir. No puedo decirle, siquiera, que soñé con mi ex porque de inmediato me cuestionaría e intuiría que tuve un sueño erótico con él. Eso reflexiona Susana mientras se quita las lagañas de los ojos y al fin se levanta de la cama, donde Ismael sigue dormido. Se encamina hacia el baño y se lava los dientes. Se recoge el cabello largo y rojizo en una coleta y se viste con un pants. Luego se pone unos tenis, toma la correa que tiene colgada en alguna de las paredes del depa que comparte con él desde hace unos meses, y se alista para pasear a Sara, una perra mestiza y gorda que recogió un día, en la calle, cinco años antes. Sara menea su pequeño rabo y bufa, contenta, en espera de hacer lo que hacen un momento después: salir del depa y avanzar por las calles del vecindario. Susana mira el cielo gris, casi blanco, que se posa sobre ambas. Es temprano, casi las nueve de la mañana; espera que con el paso de las horas se despejen las nubes y salga el sol, porque ese día es el día de lavar la ropa y colgarla en la azotea. Susana trota y Sara trota junto a ella, la lengua de fuera, el rabo sacudiéndose al ritmo de sus cuatro patas. Susana vislumbra el puesto de jugos y a quien lo atiende, un hombre moreno, bajo y bigotón al que le pide un litro de jugo de naranja con zanahoria.
—¿Lo puedo recoger a la vuelta? —le pregunta, en ese momento el señor escucha en su radiecito una canción de Luis Miguel. La de No sé tú. Ella sonríe, le parece una curiosa coincidencia esa de escucharlo precisamente luego del sueño de su novio, y vuelve a trotar con Sara hasta que llegan a las inmediaciones de un pequeño parque donde hay otros perros con sus dueños. Susana suelta la correa de su perrita para que esta huela el pasto un momento mientras ella hace una breve serie de estiramientos y flexiones para desentumecerse del todo. Susana piensa que de vuelta comprará un cuarto de jamón, tortillas de harina y queso oaxaca para desayunar. Ismael ya se habrá levantado para entonces, piensa, y entonces evoca el sueño que acaba de tener: su ex metiéndole mano bajo el vestido, en la entrepierna, en el pasillo de la universidad. Es el turno nocturno y alrededor no hay nadie. Ella voltea a ver a todas partes cuidando que alguien los descubra; él se saca el miembro y la penetra ahí, de pie. Susana se calienta por la imagen, la única vez que habría tenido sexo en un lugar público, mientras ve cómo Sara expulsa un par de cacas firmes aunque amarillentas que recoge al momento con una pequeña bolsa de plástico. Cuando levanta la mirada un enorme pitbull gris se acerca corriendo a toda velocidad; Susana es incapaz de detener el momento en que la bestia toma con sus invencibles mandíbulas el frágil cuello de Sarita, como también le dice, destrozándolo casi al instante. Susana se lleva las manos a la boca, horrorizada, y así se queda detenida viendo cómo el perro zarandea entre sus fauces a la única mascota que ha tenido en su vida. Entonces unos brazos fuertes toman al pitbull de la correa y logran desprenderlo de su presa; el hombre, su dueño, se percata Susana, es muy parecido a Luis Miguel. No puede creer esta otra coincidencia, pero así es: este Luis Miguel tiene un poco más de pelo que el que ella recuerda, un pelo canoso y barba, como si fuera un viejo marino retirado que sigue manteniéndose en forma. Este Luis Miguel golpea con una especie de látigo el hocico del animal que ya tiene sometido con una gruesa correa que engancha al collar de picos. Susana reacciona por fin y recoge el cuerpo moribundo de Sarita, quien temblorosa exhala sus últimos segundos. Susana corre aunque el Sol le pide que espere, por favor, que él la llevará a un veterinario, corre y corre conforme el sol sobre ella empieza a aparecerse en el cielo e ilumina todo lo que está bajo sus dominios. Susana no sabe muy bien hacia dónde correr: la veterinaria a la que suelen llevar a la perra queda muy lejos y siempre van en coche, así que opta por volver al depa para decirle a Ismael lo que ha pasado y que juntos la lleven.
Cuando abre la puerta el silencio de la casa la molesta: seguro este wey no se ha levantado, qué chingados se cree, y cuando entra en la habitación distingue el cuerpo de su reciente marido aún cubierto por los cobertores que compraron el fin de semana pasado en una tienda de autoservicio. ¡Ismael!, grita Susana, e Ismael alcanza a mover un poco el cuerpo, aunque sin despertarse del todo. ¡Un pinche perro atacó a Sarita en el parque, urge llevarla al doctor!, grita ahora Susana y entonces lo que parecía ser Ismael despierta por completo y alcanza a incorporarse. Aquel torso desnudo es lo primero que Susana desconoce, luego aquel rostro lampiño, bien afeitado, que pertenece a Moisés, su ex.
—¿Qué haces aquí? —le pregunta ella.
—¿Aquí vivo? —le responde él— Más bien, ¿tú qué haces aquí?
Susana permanece en silencio otra vez y se percata de que también las paredes de aquella casa son distintas, las cortinas, los muebles…
—Yo… —dice, y se percata entonces de que Sarita no está consigo, ni su correa. Susana lanza un grito que de nuevo cubre con ambas manos. Moisés se pone de pie y de inmediato la abraza.
—Ya, no te preocupes —dice él y la envuelve con todo su cuerpo. Ella lo abraza casi por inercia, por la cintura, y se aferra a él clavándole, sin querer, las uñas
que lo despiertan. Moisés se levanta exaltado. Hace varios años que no sabe nada de Susana. El corazón le late rápido. Mira el reloj que está a un lado de su cama, sobre el buró: son las tres de la mañana. Afuera no se escucha ningún ruido, es una madrugada apacible. Sin encender ninguna luz, Moisés se encamina hacia el enorme ventanal de su depa. Toma un cigarrillo de la cajetilla que reposa sobre la mesa de centro, junto a unos libros de arte contemporáneo. Fuma y mira hacia la calle; una persona en bicicleta pasa en ese momento, enfundada en un impermeable amarillo que la cubre de la ligera llovizna que, Moisés intuye por los charcos, llevará un par de horas. ¿Le echaré un mensaje para saber cómo está?, se pregunta Moisés conforme mira a la persona del impermeable alejarse. No, no creo, lleva un rato casada con Ismael, un escritor en ciernes desempleado al que no sé qué le vio, piensa Moisés y fuma. Mira entonces su teléfono móvil y, vaya sorpresa, está retacado de mensajes de Susana. Varios son de audio, que escucha; ella está absolutamente borracha y le relata una serie de incoherencias, especialmente una que llama su atención: esa tarde se peleó con Ismael y salió de su casa con Sara, su perra, y en la calle un pitbull sin correa la atacó y dejó moribunda sin que ella pudiera hacer nada. Moisés escucha y lee el resto de los textos; en alguno le reclama que fue su culpa por la que terminaron su relación. Porque andabas con tus putas, le grita ella en uno de los audios, la voz atropellada por el alcohol. Pinche vieja, quién chingados se cree, piensa Moisés y se encamina hacia el refri, del que extrae una cerveza de lata. Bebe casi la mitad de un trago, sentado sobre el sofá, aún a oscuras en la sala. Se fuma otro cigarro. Al azar abre uno de los libros que tiene ahí y que casi nunca consulta. Es justo donde lo abre que se encuentra con un flyer del Vive Latino donde participó Luis Miguel. Moisés recuerda que aquella ocasión fue con Abraham García, el escritor que entonces recién publicaba su novela Patricio. Previo al toque se habían echado dos litros de ron que consumieron en su coche, camuflándolos en una coca de tres litros que terminaron antes de ingresar. Para entonces ya estaban un tanto flamas y de inmediato compraron un par de chelas. Ambos estaban ahí por casi todas las otras bandas menos por Luis Miguel. A ninguno de los dos les gustaba, aunque admitían que era un mejor invitado que Los Ángeles Azules, quienes habían estado ahí casi quince años antes. Hubo medios especializados que calificaron el hecho como único e histórico, y se preguntaban cómo era posible que hubiera tardado tanto en suceder.
Aquella tarde Luis Miguel murió de un paro cardiaco que registraron todas las pantallas, pero en ese momento nadie supo que había muerto. Es decir, nadie del público lo supo hasta que terminó el festival, esa misma noche. Conforme él y Abraham desalojaban la zona de ese escenario como el resto de los asistentes, notó a la distancia la figura de Susana, abrazada a su entonces nuevo novio, de nombre Ismael. Sintió algo, una especie de celos, así que redujo la velocidad de sus pasos, evitando así un posible encuentro. Abraham ni se inmutó y siguió bebiendo; algunas personas lo abordaron pidiéndole una foto o un autógrafo, ya fuera en servilletas, vasos o pechos desnudos, que la reciente revelación editorial concedió de buen agrado, siempre sonriendo. Moisés lo miró hacerlo, y cuando buscó de nuevo con la mirada a Susana ya la había perdido por completo.
—¿Qué, vamos por otra chela? —le dijo Abraham a Moisés.
—Va, pinshi rockstar, pero tú invitas esta ronda.
Y fue así que ambos caminaron hasta el puesto más cercano de chelas, que por el susto de todos al ver al Sol abandonar el escenario de repente, tras quedarse quieto varios segundos, estaba lleno.
—Ojalá esté bien el pinche Luis Miguel —dijo Abraham.
—Quién sabe —dijo Moisés tras darle un trago a su trago— estuvo medio raro. En una de esas no lo volvemos a ver en vivo.
Todo eso recuerda Moisés ahí sentado en la sala de su depa con el flyer entre las manos. De un par de tragos más concluye su chela y tras aplastar el bote y dejarlo sobre la mesa de centro, regresa a su cama. Ahí, entre las cobijas, piensa en Susana, en si debe o no marcarle. Pa empezar, cómo chingados consiguió mi número, se pregunta, no vaya a ser una treta sucia de alguien, de su novio, piensa. Ni pedo, se dice, se las tendrá que arreglar sola, cuando alguien toca el timbre de su casa. De nuevo Moisés se levanta exaltado. Camina descalzo hacia la puerta y a través de la mirilla observa a una persona enfundada en un impermeable amarillo. No logra verle el rostro.
—¿Quién es? —pregunta Moisés y así, sin levantar el rostro, la persona del impermeable le contesta:
—Soy yo, Susana, ábreme por favor.
Moisés coloca una mano en el picaporte y con la otra descorre los seguros y abre. Una patada lo tira de nalgas hacia el piso; la figura enfundada en el impermeable amarillo revela su rostro: resulta ser el Luis Miguel barbado del parque, quien en sus manos lleva una daga afilada que Moisés mira aterrado en el momento en que Luis Miguel levanta el brazo para clavársela,
pero despierta. Afuera, en su yate en medio del mar, hay un sol radiante que dota las aguas de un azul profundo. Luis Miguel sale en bata de baño hacia la proa, las gafas oscuras cubren su mirada verdemiel. Con ambas manos se sujeta del barandal: van un par de ocasiones que se sueña apuñalando a alguien. Será mejor que lo platique con un terapeuta, se dice, aunque piensa que es ridículo, pues no habrá nadie a quien le cuente nada sobre su vida, mucho menos esos sueños en los que se torna un asesino.
El mar frente a sus ojos se desplaza apacible, inmenso, cuando una figura enfundada en un traje oscuro se le acerca por la espalda y le dice:
—Señor.
—Qué pasó.
—Le llama otra vez la tal Susana Mendiola, quiere contarle sobre…
—Si participaré en el Vive Latino.
—Exactamente…
Luis Miguel mira el mar frente a sus ojos; a la distancia una ballena jorobada emerge de las aguas, un instante, haciendo un ruido raro, tras el cual se vuelve a sumergir. El cantante sonríe.
—A ver, pásamela —dice y el hombre de negro le entrega el teléfono, para retirarse de ahí tal como llegó: en silencio.
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