El hotel estaba a orillas de una carretera, en realidad
era un motel
de paso.
Tardamos diez minutos en llegar. El Uber se estacionó afuera de la entrada y dijo:
—Péreme tantito —luego se bajó del vehículo. Vi cómo una mujer un tanto mayor se aproximó a él y algo se dijeron entre ambos. La mujer volteó hacia el automóvil y desde ahí trató de mirarme, pero creo que no pudo.
—Ya —dijo el Uber cuando regresó—. Hablé con la señora para que le dieran la tarifa especial que me dan a mí por ser cliente.
Y tras decir eso, el Uber se internó unos metros más hacia las habitaciones. Detuvo su vehículo enfrente de una y dijo:
—Esta es la única disponible. Está buena, ya me he quedado ahí.
Y tras decir eso le di las gracias y me bajé. La señora con la que el Uber había conversado se despidió de él conforme el auto abandonaba el lugar. Lo vi alejarse mientras la señora ahora se aproximaba a mí y me decía:
—¿Va a querer compañía?
Como no la escuché bien, le pedí que me repitiera la pregunta.
—¿Va a querer compañía? —dijo otra vez.
Lo pensé un momento. Necesito
compañía,
me dije, No
yo creo que para la otra, señora, le dije a la señora y esta me encaminó hacia la habitación y, una vez ahí, sobre el buró que estaba a un lado de la cama, me mostró una especie de menú que tenía, pegado en la orilla inferior izquierda, el número que podía marcar en el teléfono que también estaba ahí, sobre el buró, si necesitaba algo.
—Gracias —le dije, y la señora, tras cobrarse en efectivo la renta por unas horas (hasta el mediodía del día siguiente, me dijo), salió cerrando la puerta tras de sí.
El cuartucho apestaba a desinfectante, desodorante, limpiapisos, y demás sprays. Todos aquellos olores juntos que, con el calor, me sofocaban. El enorme colchón que ocupaba casi todo estaba de lo más duro. Me quité la chaqueta y la dejé sobre una silla que había ahí a un lado. Cuando quité la colcha para mirar las sábanas, descubrí una enorme mancha de quién sabe qué sobre éstas. Opté por dejar las cosas como estaban. Y me recosté.
Permanecí mirando el techo, como se mira
la nada, luego miré
mi celular. No tenía
mensajes de nadie,
así que comencé a escribir uno.
Cómo estás, cómo les fue, le escribí a Vicente. El whats me notificó con una sola palomita que no recibió el mensaje. Por lo que estuve así un momento más, escuchando los tráileres que pasaban, unos tras otros, a un lado del motel, iluminando con sus faros la pequeñísima ventana de la habitación.
Me incorporé entonces y miré la carta; pensé en pedir una bebida, un trago de ron, pero un profundo cansancio comenzaba a vencerme. Di un par de pasos hacia mi chamarra, me la puse, me volví a acostar, me coloqué en una especie de posición fetal y entrecerré los ojos hasta que logré dormir
un momento.
El ruido de unos taconazos, la voz de algo parecido a una mujer y el forcejeo de esta con la cerradura de mi puerta me despertaron.
Unas risas.
Me incorporé sobre la cama dispuesto a saltar sobre aquello que entrase por la puerta, y luchar, luchar quizá por mi vida, por no perder mi dinero o, quizá, por qué no, por no perder la virginidad del ano con cualquier ser.
El forcejeo duró un poco más, unos segundos, y luego cesó. Me mantuve en la misma posición de ataque otro poco, y entonces volví a recostarme. Las sombras de dos personas cruzaron por debajo de la puerta y se desvanecieron tras el paso de unos taconazos que también se perdieron dando lugar a un silencio tan amenazante como aquel ruido.
Pensé que quizá volverían
a acecharme, las sombras
que a veces me persiguen
e s t i r á n d o s e
por las paredes
de esta celda
donde escribo
esta basura.
Pero no ocurrió, y volví a cerrar los ojos. Habré soñado algo para luego despertar, unas horas después, intranquilo; soy capaz
de dormir sobre una piedra, sobre el ruido
más estruendoso
del mundo
y el silencio de fondo
sobre mí
sin despertarme.
Hola, dónde estás, ¿vamos a desayunar?. Era un mensaje de texto de mi hermana quien, con su pareja y mi madre, irían a desayunar al centro de Guadalajara. Observé la hora: aún no eran las nueve de la mañana. Un ligero rayo de luz se colaba por una hendidura de la persiana.
¿Podemos vernos en una hora?, escribí, pues esta vez supuse que el camino duraría más de diez minutos.
Y así fue.
Luego de alistarme salí del cuartucho y afuera el viento de la mañana soleada fue como un baño de pureza. No vi a la mujer que horas antes atendió al hombre del Uber y en su lugar vi a otro hombre, que cargaba una manguera, y que pasó sin mirarme.
Caminé hacia la carretera.
Las botas tipo Bob el constructor se abrieron paso entre las piedras. A lo lejos, y cada vez más cerca, vi algunas personas esperando por los camiones que veloces pasaban y se detenían varios metros después de que les hubieran hecho la parada.
Extraje mi teléfono entonces, el cual cargué antes de salir, y pedí un Uber que me llevara al centro. El conductor tardó unos quince minutos en llegar, y cuando lo hizo, lo hizo del lado contrario del camino. Luego de contestarme los primeros mensajes sobre dónde estaba, dejó de hacerlo y, tras diez minutos, canceló el viaje y se fue en el momento en que vislumbré un puente por el que podría haberme cruzado.
El tiempo transcurría y calculé que, de no tomar un transporte en ese preciso instante, llegaría tarde a la cita con mi hermana y mi madre. Hacía mucho que había dejado de ser impuntual. Las recimininaciones por el tiempo ajeno desperdiciado me hicieron disciplinarme.
Fue así que me acerqué a uno de los camiones que se detuvo para que lo abordaran pasajeros. Puse un pie sobre el primer escalón y me sujeté del pasamanos. Luego le pregunté al chofer:
—¿Me dejas en el centro?
El chofer negó con la cabeza y me indicó cuál era el camión que debía tomar y dónde. He olvidado ya esa indicación, pero en ese momento caminé hacia donde me dijo, el otro extremo de la carretera, casi en perpendicular de cómo estaba, y esperé un poco más a que se apareciera el dichoso camión.
No había nadie alrededor y pensé que nunca aparecería, que la única solución sería pedir otro Uber, pero mi celular de pronto ya solo marcaba el veinte por ciento y seguramente al pedirlo se apagaría por completo.
Así que esperé y entonces, a lo lejos, en el horizonte ondulado, apareció el camión. Alcé mi brazo derecho con cierto temor, pensando que quizá no se detendría, o que no sería el camión correcto y que tendría que esperar más, o que de plano tendría irme a otra parte, sin poder avisar a mi hermana ni a mi madre el por qué de mi demora y desaparición.
Pero el camión se detuvo y al hacerlo de nuevo puse mi bota sobre el primer escalón y me sujeté del tubo que fungía de barandal.
—¿Me dejas en el centro?
Esta vez el chofer asintió y me cobró una tarifa, creo, de doce pesos. Me senté detrás de él tras pedirle, por favor, que me indicara dónde bajar. Una mujer rebosante conversaba con él, sentada a un lado suyo, sobre una cubeta de veinte litros vacía y puesta al revés, improvisada como banquito.
El chofer conducía a no muy alta velocidad porque mientras manejaba hablaba con la chica y a su vez chateaba con su celular.
Eché el cuerpo hacia atrás y pensé en tomar una siesta que reparara el sueño trastornado de la noche anterior, pero también pensé que, al no conocer el entorno podría pasarme, así que permanecí con los ojos abiertos mirando al chofer y a su pareja, y a los pasajeros, personas tan parecidas a las que abordan el transporte público en Ecatepec, me dije, tan parecidas, seguramente, a todas las personas que abordan el transporte público en México, al transporte público
del mundo entero, gente
sin esperanza, sin dinero,
sin alegría, con ropa
usada, no fina, desgastada, rostros
desencajados, tristes, en permanente
desilusión.
Recargué el rostro sobre la ventanilla, que estaba tibia, y rememoré con nostalgia los momentos vividos la noche anterior. Específicamente el momento en que Sonia Soares me dio un abrazo y luego se fue con mi amigo, suelo
vivir
en el pasado, que también me abraza, que
me asedia hasta el desquicio, que
me chupa la poca tranquilidad
que me resta y me impide ver
el camino
que hay hacia el frente.
Luego de cuarenta minutos intuí que estábamos por llegar. La carretera y las colonias periféricas comenzaron a quedarse atrás y nos adentramos en una especie de colonia bien afincada.
El culo comenzaba a dolerme pues
soy de culo sensible, un culo que se roza
con facilidad, es
peludo, pareciera el culo
de un simio, pero es
el culo
de un hombre
débil, de un hombre
sensible, de un hombre
insensible
y fuerte
de un hombre…
al fin.
Pensé que el chofer lo olvidaría, pero en cuanto nos aproximamos a las primeras calles adoquinadas, como quizá lo sean muchas calles de todos los centros del país, me avisó que estábamos por llegar.
—Te bajas acá en la esquina y a mano derecha, a dos cuadras, está el centro —me dijo.
Así lo hice: bajé en la esquina y caminé dos cuadras a la derecha. Vi mi celular: había recibido un mensaje de mi madre que decía: Estamos en un café, casi a un lado del teatro Degollado.
Caminé hacia ahí guiado por los últimos segundos de batería de mi celular.
Una vez que llegué, luego de saludar a mi hermana, a su pareja y a mi madre, pregunté dónde podía conectarlo. La mesera, amable, me dijo que ella podía conectarlo cerca de la caja, que si no tenía problema. Le dije que no.
Desayunamos unos chilaquiles crujientes (soy de los que los prefiere aguados) y un café americano y un licuado y no recuerdo qué más. Conversamos. Mi madre nos contó de cuando su abuela las llevó alguna vez al teatro Degollado, al que entramos tan pronto acabamos el desayuno.
Aquel era un lugar alucinante, con su amplía recepción, pero no tan amplia como el interior del lugar, donde se hallaba el escenario y las butacas. Ignoro todo sobre arquitectura, pero supuse que aquella construcción tendría más de un siglo.
Nos tomamos algunas fotos ahí que ahora mismo no encuentro. Me sentí tan afortunado de estar con ellas; me daba la impresión de que estábamos viviendo algo extraordinario. Algo, en realidad
poco común
en nuestra familia, alejada, por suerte
de los reflectores; de la fama, la fortuna,
el dinero, una familia
sencilla, con problemas graves
como todas
las familias.
Pensé en mi padre, en su ausencia en este viaje. Quizá le habría gustado estar ahí con nosotros.
Quizá no.
Pensé en Eusebio. En alguno de sus textos ensayísticos, crónicas de su pasado, también menciona al Degollado. De las veces que lo visitó en su niñez, para ver a su padre tocar en él.
Pensé en Eusebio. En que tenía que volver al lugar en el que me encontré con él siete años antes: la cantina La Fuente.
Hacia ahí me dirigí en cuanto salimos del Degollado y caminamos un poco por las calles del centro. En un puesto de periódicos me encontré con la nueva edición de V de Vendetta de Alan Moore y David Lloyd. Una edición mexicana de tapa roja que incluía una máscara si el vendedor te la ofrecía.
Pensé en comprarla. Por ese entonces compraba compulsivamente novelas gráficas con el afán de nutrirme de ellas y luego escribir una, que terminé escribiendo. Sin embargo no lo hice y esperé a volver a la CDMX para hacerlo: agregar ese kilo y medio a mi equipaje no sonaba a buena idea.
Mi hermana, su pareja y mi madre volverían para pasar la última noche en su hotel. Al día siguiente tendrían su vuelo de regreso. Nos despedimos el uno con el otro mientras llegaba el Uber, que demoró, sí, diez minutos.
—Cuídate mucho, mijo —dijo mi jefecita y me dio la bendición. Luego nos dimos un abrazo y un beso.
Y las vi partir en un Uber plateado. Aquella era la época en que era un servicio casi de lujo y las unidades estaban impecables y los choferes te ofrecían una botella con agua.
Fue que busqué en Google Maps La Fuente y, putamadre, estaba a diez minutos caminando de donde me encontraba.
Caminé por la explanada central, aquella que años antes tuve que barrer, junto con Yazminowsky, por haber tirado nuestras colillas de cigarro en el pavimento. Fue esa ocasión en que visitamos la capital de Jalisco tras Eusebio, para grabarlo para un proyecto documental sobre él que quizá nunca vea la luz.
O sí.
Ruvalcaba presentaría el libro La música en la entonces nueva sala que aún lleva el nombre de su padre: Higinio.
Antes de llegar a la cantina compré un cigarrillo con un bolero. Lo fumé en la esquina más próxima, con la tarde acaeciendo sobre mi cabeza. Lo fumé y al terminar tiré la colilla al piso y con mis botas la deshice, hasta que no quedase rastro de ella.
Luego entré.
Las sombras me recibieron hasta que me adentré en el espacio y mis ojos empezaron a acostumbrarse. El lugar estaba prácticamente vacío; algunos clientes se hallaban sentados en una mesa. Uno que otro en la barra. Busqué el lugar donde había departido con Eusebio y con Yaz aquella vez, pero dicha mesa, como otras, estaba recogida.
Entonces me senté en la más próxima.
Y vi la gran barra donde, en la pared detrás, está empotrada una bicicleta que, dicen, dejó un cliente como paga para jamás volver por ella.
Me temblaba el pulso porque hacía un rato que no entraba a una cantina. A esa cantina. Pero sabía muy bien qué pedir, y así se lo hice saber al mesero que de pronto se acercó:
—Un siete leguas blanco derecho, por favor.
Aquel hombre caminó hacia la barra y no mucho después volvió conmigo y puso sobre la mesa el caballito que llenó hasta rebosar tequila.
Di el primer trago, despacio, y de inmediato el líquido irrigó mi sangre; al segundo, más pronunciado, se relajaron
las ataduras de mi alma, poco a poco, y al tercero
me sentía feliz
por estar ahí,
de nuevo, con Eusebio,
como siete años antes, la vez que me dijo:
—Una vez estaba yo aquí, en La Fuente, y ahí estaba un pianista y un violinista. El violinista estaba súper briago y tocaba de pelos. Se subió a una mesa; yo estaba con mi amigo en otra mesa, y se puso a tocar y todo mundo creíamos que se iba a caer —dice, y hace una pausa, le llama a alguien. “¿Tiene huevos, seño?”, le pregunta. El video revela a una mujer morena, de huipil y trenzas con su canasta. Eusebio vuelve a preguntarle si tiene huevos. No, le dice la mujer. Ruvalcaba observa el canasto de las botanas, y entonces le pide unos cacahuates. La mujer toma un plato de plástico, una cuchara, y sirve. Ruvalcaba busca en sus bolsillos unas monedas para pagarle conforme la mujer pone la botana en la mesa. La mujer toma el dinero y se retira. Luego de unos segundos de quedarse mirando hacia el frente, hacia algún punto, Eusebio le pide otro tequila al mesero levantando y sacudiendo su vaso. Entonces prosigue—: Se puso a tocar arriba de la mesa. Pero así súper chido. Y a mí me daba la impresión de que se iba a caer porque hasta se giraba, pero no perdía el equilibrio. Y cuando acabó, la gente le aplaudió así cañón porque tocaba pocamadre. Entonces fue a mear [el violinista], y yo le dije a mi amigo: lo voy a seguir al baño. Y lo seguí. Y ya en el baño él estaba orinando y yo también, y entonces cruzamos los orines, que eso es como muy clásico entre dos hombres que quieren ser hermanos; entonces hicimos esto y le dije: te invito una copa. Me dijo órale. Se acercó a mi mesa [ya no estaban en el baño] y nos presentamos —en ese momento una mano con la botella de siete leguas blanco aparece a cuadro y le rellena su caballito a Eusebio, quien no despega la vista del líquido hasta que llega al tope—. Y entonces le pregunté que cómo se llamaba. Me dijo que se llamaba Pablo. Le dije órale. Y dijo: mi tío, cuando tocaba borracho, tocaba mucho mejor que yo. Cien veces mejor. Le dije: ha de haber sido un maestro, cómo no. Y me dijo: mi tío era el maestro Higinio —Eusebio echa el cuerpo hacia atrás; en su rostro se adivina una sonrisa—. Mi padre —dice—. Le dije: yo soy Eusebio Ruvalcaba, y me dijo: yo soy Pablo Ruvalcaba. Éramos primos hermanos. Neta. Esa es la historia.
Y brindamos. Salud, nos dijimos.
Salud.
Texto publicado originalmente en CanCerbero.
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