Desde las ventanillas, el atardecer

Tan pronto acabó la presentación, y luego de firmar un par de ejemplares, se me acercó.

–Tengo un par de comentarios… Uno bueno y uno malo –dijo. 

Asentí. Por la edad que le calculé, y por su nombre, no tuve reparo en escucharlo. 

–Me habría gustado escucharte –dijo–. Que los jóvenes sintieran el ritmo de tus palabras, como si estuvieras tocando la batería. 

Asentí. 

Luego dijo: 

–Lo otro es que al final te contradijiste. Invitaste a los jóvenes a ser valientes al escribir, a rebelarse, pero no pudiste decir los títulos de dos de tus cuentos. 

Asentí. Eran títulos que los jóvenes podían oír, pensé, pero no los señores refinados, pensé, aunque luego pensé que no era refinado este señor, no en el sentido que tengo de refinamiento y acepté su comentario como un knock-out que ocurre a través de un puñetazo (en el estómago). De esos que te dejan en el suelo por un minuto en lo que el aire vuelve a ti.

–En fin –dijo–, espero que lo tomes con la madurez que pareces tener. 

Volví a asentir. Le dije que mucho gusto, que muchas gracias; nos palmeamos las espaldas y después se fue.

Poco más de seis horas antes iba saliendo de mi nuevo domicilio. Un lugar cuyo cielo despejado-soleado me recuerda inevitablemente los parajes de Breaking Bad

Su gente, malencarada, huraña, ñera; clase trabajadora expulsada de la periferia que es capaz de intimidar a cualquier incauto que esté acostumbrado a la Condesa. 

Salí junto con mi compañera cuando aún no amanecía y esas personas ya caminaban por la acera rumbo a sus chambas. 

Los vimos desde la comodidad de un Uber, aunque con el desvelo a cuestas por haber visto, horas antes, The Dark Knight. (No hubo discusión: es mejor película que la nueva de Batman y Heath Ledger el mejor Guasón que podrá haber.)

Llegamos diez minutos antes de que saliera nuestro camión rumbo a Puebla en la central del norte y este no demoró un minuto más de la hora establecida en salir. 

Dormimos en el camino aunque pretendía, yo, leer un cuento de El Horla de Maupassant (en específico el cuento que da nombre al libro, del que a veces pienso me basé para titular el cuento que nombra al libro por el cual se dio este viaje) y llegamos en un par de horas a la Capu. 

Me comuniqué con Óscar, mi editor, y le dije que ya estaba en camino hacia el lugar donde se estaba llevando a cabo la Fenali, feria del libro organizada por la BUAP. 

Abordamos un taxi de la central, que era cuatro veces más barato que un Uber. Una larga fila esperaba para abordar.

–No hay mucha gente en la calle –dijo mi compañera y de inmediato rectificó–: esa es una idea muy chilanga, decir eso. 

–Sí –le dije, y agregué–: Son bonitas las calles, como para vivir aquí.

–Sí –dijo ella. Sé que nuestra casa no se ubica en el mejor lugar. Sé, por las cosas finas que compra, que le gustaría un lugar más fino. Pero también sé que ella proviene del mismo lugar que yo, es decir de un lugar como este, donde vivimos, desde el que ahora escribo, y sé que, por lo tanto, no se saca de onda y que yo exagero un poco, pero de verdad pienso que sería mejor vivir en un lugar mejor.  

En quince minutos ya estábamos en las afueras del centro histórico, en el edificio donde se llevaría a cabo la presentación; un lugar hermoso como muchos lugares de muchos centros históricos (al menos de México). 

Nos recibió Luis, mi otro editor, uno más joven que Óscar, más joven que yo, incluso; muy joven en general. Conversamos un poco y luego le pregunté si podíamos tomarnos un café en un lugar que estaba en una esquina enfrente del edificio hermoso.

Me dijo que sí.

Fuimos y además del café nos fumamos un cigarrillo. Una vendedora de dibujos nos identificó como foráneos, a mi compañera y a mí, e intentó vendernos uno. Le dijimos que no, gracias, que no teníamos cambio. 

Era cierto. 

No mucho después inició la conversación. Luis y yo charlamos (Óscar no pudo llegar a tiempo; sus nuevas ocupaciones se lo impidieron). Entre otras cosas se habló del humor, de la violencia, de la importancia de escribir desde las entrañas. Esto frente a un pequeño grupo de jóvenes. 

Transmití en vivo la conversación a través de una de mis redes sociales. (La vieron unos cuantos, quizá menos de los que estaban ahí. Quizá más, nunca lo supe.) 

Firmé tres o cuatro libros y, tras conversar con el hombre que tuvo dos observaciones, salimos de ahí, dispuestos a comer algo. Entonces se apareció Óscar y entre otras cosas (un abrazo incluido) me dio un pase individual para cambiarlo, en ese momento no lo sabía, en un restaurante de lujo.  

Ahí nos atendió (a Luis, a mi compañera y a mí) Edmundo. Así nos hizo saber él su nombre, y el letrero que llevaba en el pecho. 

Luego, tras pedirle tres copas de vino, se dispuso a servirlas con elegancia, girando la muñeca al terminar de hacerlo en cada copa. 

Luego nos sirvió una crema, arroz y el plato principal: mole poblano. 

Diablos, no exagero cuando digo que ha sido de las mejores comidas que he probado en mi vida. (De hecho, mi compañera –que estuvo de acuerdo con mi juicio– y yo volveremos para celebrar ahí nuestro aniversario.) 

Al salir, tras degustar una segunda copa de vino (Luis se había tenido que ir) y una gelatina de sabor inaudito, volvimos a la feria y dimos un rol. Vimos algunos libros; solo al final nos interesaron dos (uno a mí y uno a ella). Vimos también los libros donde aparecen nuestros nombres (y en un acto de egocentrismo, los compramos). 

Luego nos encontramos de nuevo con Luis, el joven editor, afuera de la feria, tras haber comprado algunas plantas. Fumamos otro cigarrillo y nos despedimos de un abrazo. 

El camión, en la Capu, salió puntual. 

Ambos vimos, desde las ventanillas, el atardecer. 

Muy pronto todo se tornó oscuro. 

Fotos: Marce.

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