Por Abraham García
Samuel Segura ha creado un universo de fugitivos en el que a unos los persiguen sus pecados y a otros sus virtudes, pero a todos los alcanzan ni tarde ni temprano, cuando debe de ser, quizás cuando el responsable lo decide de manera inconsciente. Samuel no habla de justicias ni injusticias, no actúa como juez sino como destino. Implacable. Tomando un mal ejemplo, ha colocado en cada uno de sus personajes la semilla de su propia destrucción llamándole, de forma mañosa, libre albedrío. Así, cada uno de ellos enfrentará las consecuencias de sus «propios actos». Aunque también parece que Samuel les permitió que les fueran «propios» para darles la ilusión de que será una de las dos posesiones a las que pueden aspirar. Muchos de ellos será lo único que posean.
Pero, sobre todo, como segunda pertenencia, de lo que serán dueños será de su pasado. Un pasado que no ha pasado, que se queda pegado a las espaldas, donde no se le puede ver, esperando ese momento para sorprender y hacerse presente en todas sus acepciones.
El pasado se hace siempre presente, un solo instante infinito, el final que llegó con el principio. En estos relatos no se puede hablar de éxito o fracaso; pasa lo que debe pasar porque es lo único que puede suceder. Es el pasado que sigue ahí, latente.
Un pasado en forma de angustia, de recuerdos, de pecados, de libros, de canciones. Sobre todo de pecados. Samuel establece, como el pecado más grave, y al mismo tiempo como el castigo más duro, al olvido. Lo peor que le puede pasar a uno de sus personajes es morir sin recuerdos, despojado del material que conforma su identidad, su ser. Caer en el olvido.
Para este dios caprichoso es importante que los personajes recuerden. Uno de los recordatorios permanentes de que el tiempo, y con él la vida, se consume. Por eso un personaje fundamental en cada uno de los relatos es un cigarrillo, como él lo llama. Un cigarrillo que siempre se consume. Se consume en cada aliento. Se quema en los pulmones de otro. Puede esperar, pero no por siempre. Tarde o temprano los alcanzará el fuego purificador en el que arderá su existencia. La vida como una hoguera en la que se consume el universo. Hoguera que todos alimentamos de una u otra forma, ya sea aportando combustible, viento que avive las llamas o simplemente dejando que el fuego se esparza. Este dios en miniatura nos ha revelado que el fuego somos todos.
Samuel Segura ha hecho de ¡Horda! y otros relatos una hoguera portátil con la que espera contagiar a sus lectores. Una hoguera con la que espera ver el mundo arder.
Entre el elaborado y misterioso plan de este dios barbado, además de su velada intención de consumirnos en esta hoguera, ha sembrado una de sus grandes verdades, sin importar lo desesperanzador de la situación, sin importar el tamaño de la tribulación: uno de los acompañantes más fieles será siempre un libro. Para los lectores siempre habrá un libro o más de uno que los acompañe y les brinde su no consejo, su consuelo. Podemos traerlo en nuestras manos, en la memoria o en el corazón.
Este dios en miniatura se define a sí mismo como obrero de la palabra escrita. Esta obra confirma mi sospecha de que es más bien un ARTESANO de la palabra escrita. Artesano en el sentido de que se aleja de la producción en serie para dejar un pedazo de alma en cada obra.
Y, nuevamente, mostrando claramente sus influencias en cuanto a la creación de universos, este artesano ratifica el fuego como elemento purificador. Samuel Segura y toda su obra tiene fuego, mucho fuego. Los invito a arder en sus manos. El fuego. Nunca había visto tanto fuego en mi vida.
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