Al menos ese rato lo fui

Señalé su libro, el ejemplar que llevaba entre las manos -recargado sobre ambas piernas- y se señaló a sí mismo, como preguntando: ¿Yo?

Asentí.

Luego lo volví a señalar, con el índice, al libro, y alcé el pulgar. Litoral del tiempo, de Margarita Paz Paredes. Un trabajo poético chingoncísimo, quise decirle, orita al final de la presentación, pensé, pero se fue un poco antes. Vi al joven ponerse de pie, darnos la espalda e irse.

Supuse que algo lo habría ofendido. Quizá el ofensivo título del relato que leí y que involucraba al ficticio, aunque basado en el real, Dok.

Iniciamos media hora más tarde de lo previsto y ni así se apareció mi padre.

Se aparecieron, en cambio, mis amigos, de distintas latitudes y contextos. Especialmente los que compartieron conmigo la mesa: Zindy, Edmundo, Abraham, a quienes admiro y aprecio y quienes son excesivamente generosos conmigo.

Y aunque en torno a ellos me sentí protegido, no dejé de sentirme nervioso y titubeé, repetí cosas. Dije alguna que otra estupidez. Y mejor me puse a leer.

Leí casi treinta minutos.

Me disculpé tres veces por hacerlo.

Miré si llegaba mi padre: no llegaba.

Miré la rosa que Zindy puso para engalanar la mesa. Una rosa preciosa, gigante, abierta, que quise llevarme, pero había más presentaciones después de esta donde la rosa tenía que estar.

Leí, insisto, casi treinta minutos, cuando pude haber leído casi diez. Si hubiese escrito algo.

Si hubiese escrito algo para la ocasión. Suelo pensar que hay veces en que no lo amerita, en que es mejor conversar, hablar desde el ronco pecho (y mirar a los ojos a los lectores, dije), pero hay otras en las que es mejor escribir porque se me van las ideas, se me van detalles que habría querido decir y por los cuales me devoran los nervios. El pinshi estrés.

Ahí estaba mi suegra. Ahí se enteró de que vendía libros para vivir. Se puso de pie un momento, cuando mencioné su presencia, como alguna vez hiciera con mi madre, quien no pudo ir.

Mi padre llegó hacia el final. Sonrió a los presentes antes de sentarse junto a mi suegra (quien estaba sentada junto a su hija, mi amada esposa, chí).

Al terminar firmé unos libros. Vendí casi todos (algo inaudito). Con eso pude invitarlos a comer, a mi suegra, esposa y padre, aunque este último se discutió al final, por el retraso, dijo, y no dejó de hablar por un buen rato.

«Es un momento que tienes que disfrutar, del que tienes que sentirte contento», me dijo mi suegra después de comer. Me conmovió de un modo que espero algún día agradecerle.

Mi señora me miró con esos ojos suyos que adoro, me acarició la pierna y el chichón que tengo en la calva.

Me resistí a la idea de que era feliz, pero eso era.

Al menos ese rato lo fui.

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