Aquí no encontrarás la paz, dice por fin la mujer y devuelve la mirada al vacío.
Sus ojos deambulan, sin rumbo, sobre las paredes de la casa. La mujer se ríe, se ataca
de la risa.
Y se pone seria.
En este lugar solo se escucha
el zumbido
del refrigerador.
La mujer recuerda una de tantas noches que su padre llegó borracho, como solía llegar, y se sentó en el piano que estaba a unos pasos del sofá. El mismo en el que ahora está sentada ella.
Él, su padre, nació cerca del mar. Fue músico.
Él, su padre, se puso a tocar algo, sin cantar. Interpretó la melodía de una de las canciones de amor que recién había compuesto. Eso hacía cada que llegaba de dar un concierto con su conjunto en alguna cantina de la ciudad: tocar algo.
Y, a pesar de haber despertado a su mujer y a su hija, ninguna se levantó para recibirlo. Las dos decidieron esperar, unos minutos, cada una desde su cama, a que el hombre dejara de tocar y se fuera a acostar en la misma habitación que ellas, la única de la casa.
Pero pasaron los minutos y él no dejó de hacerlo. De tocar y de beber. Además de la música, las mujeres escuchaban el constante choque del fondo de la botella contra el piso.
Ya casi, le decía la madre a su hija, en voz baja.
Una detonación las sacó de la cama. Corrieron a la sala para ver qué había pasado. Encima del piano estaba el torso del hombre, quien vestía un traje gris. Su ancha espalda sobre el instrumento, como si hubiera decidido dormirse
ahí. Un charco de sangre
a sus pies.
La botella con apenas algo del líquido que había bebido.
La mujer, que está aquí sentada, era entonces una niña (de diez años). En ese momento se quedó suspendida en el marco de la puerta de la habitación compartida. Su madre, que tenía treinta, enderezó el cuerpo de su esposo, que tenía cuarenta y uno, como pudo. La sangre brotaba de sus labios, corría por el cuello y hasta el abdomen. El arma permaneció en su mano izquierda.
El arma en la mano izquierda, dice. Eso lo recuerda bien.
El olor de la pólvora, del alcohol y de la sangre.
La madre sabía que su esposo estaba muerto, pero no titubeó en llamar a una ambulancia. Quizá podrían revivirlo.
Y como el disparo había despertado casi a todos en la cuadra, no pasó mucho tiempo para que los vecinos arribaran y se acercaran para auxiliar, para que llegaran los paramédicos, cargaran al hombre y se lo llevaran.
Todo tan rápido, dice, en un instante.
Una sucesión de sombras acaece frente a la mujer, cuya mirada ahora se posa sobre mí.
Aquí no encontrarás la paz, repite.
Esta mujer es mi madre.
Señala frente a ella, con su índice derecho. Ahí se murió mi papá, dice y se acaricia el rostro con las dos manos. Una de ellas, la izquierda, permanece sobre sus labios.
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