Ten un jardín. Tenlo, por favor. Te lo recomiendo yo, quien hasta hace no mucho no tenía uno. Quien hasta hace poco tuvo que despedirse de él. Te lo recomiendo yo, quien contestó, ante el regalo de un cactus -diez años antes- con un: «¿Cómo se cuida esto?». Ten un jardín. Porque tener un jardín es más relajante que el ejercicio, que tocar la batería, que leer un buen libro, que pasear a tu perro o que esas cuatro actividades juntas. (Yo, a pesar de tener una panza abundante, las he practicado todas.) Y es que ocurre algo -insólito- cuando se da el contacto entre el ser humano (en este caso tú) y estos inmóviles seres vivos, tan pacientes, tan estoicos, tan inquebrantables -aunque a veces parezca que se quiebran-. Cuando ocurre el contacto con la tierra. Con el agua. La verdad es que no te lo sabría explicar muy bien. «¿Por qué los seres humanos han sentido a lo largo de la historia la necesidad de construir jardines? Hay muchas posibles respuestas a esta pregunta (…), pero la más sencilla es que creamos jardines porque nos proporcionan bienestar», escribe Santiago Beruete en su librazo ‘Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines’, que también te recomiendo. (¿Y quién soy yo para recomendarte algo?, te preguntarás. Nadie, es cierto. Solo que me es inevitable invitarte a que tengas un jardín; soy como un misionero de los jardines.) Es curioso: hace poco viví en una colonia llamada Jardines. Ahí viví de niño, en la casa de mi abuelita Mari, donde teníamos un árbol de durazno. Había otras plantas: una siempreviva, cuyas hojas nos lanzábamos como si fueran piedras; un malvón. Luego, cuando murió mi abuela, esa tierra fue cubierta con cemento. Insisto en que escribe esto quien no tenía idea de qué hacer con un cactus cuando se lo regalaron (Marsi me lo regaló, y ella es indispensable en esto, ya lo cuento en breve). Luego, en mi adultez temprana, viví a un lado de mi abuelita Chenchita. Ella adoraba las plantas, como muchas otras abuelas (no todas). Tenía un hermoso jardín de infinidad de especies que no te podría enumerar. Un día llegó mi perro Deivid, alias Narizpodrida, y primero durmió en las macetas (eso era tierno). Luego, cuando creció, las tiraba y destruía (eso era jodido). Hacía un desmadre por el que mi abuela se emputaba. Se ponía triste. Me regañaba, a mi edad, porque mi perro se pasaba de verdolaga. Tenia razón. Por mi parte regañé mil veces al Deivid y mil veces me ignoró. Hasta que nos movimos a Jardines. En cuanto llegué, varias personas me regalaron plantas. Una palmera. Unas suculentas. De pronto me ví a mi mismo regándolas, poniéndolas en el solecito. Marsi, que es bióloga (Marsi, por lo tanto, es la vida misma), me habló a fondo de ellas. Nutrió mi espíritu de un modo en que hacía mucho no me ocurría. Así que, en aquel recuadro de cemento donde vivió la siempreviva varios años antes, decidí revivir el jardín. Usé mazo y martillo para despedazar aquella piedra hechiza (y cuando me rendí le pedí ayuda a un carnal que usó pala y pico). Luego puse unos pequeños cactus y unas suculentas. Con su piedra rojiza y toda la onda. No pasó un día para que los gatos la destruyeran, tanto cavando en la tierra como cagándose y orinándose en ella. No te imaginas la frustración. Me vi vigilando la ventana en intervalos, durante horas, las primeras dos semanas, ahuyentándolos. Hasta que puse lavanda, albahaca, sábila, cactus más grandes, un nopal, suculentas más grandes, menta y hasta cempasúchil, entre otras, algunas compradas y otras adoptadas de la calle; plantas que estaban abandonadas ahí, sobre el asfalto. Todo lo que cupiera. Y el jardín creció. Mi madre y la propia Marsi envidiaron mi buena mano. No te sabría decir a qué se debía, si en la vida había cuidado de una planta (ni siquiera la del ejercicio del frijol en el kínder). No sé, supongo que se trataba de una esperanza. De un placer. De un deseo genuino porque creciera. El jardín lo hizo y comenzó a desbordarse. Entonces, en su esplendor, me mudé (qué te digo, me puse nostálgico, como es mi estilo, y por eso tomé estas fotos). Y me fui a una colonia llamada… Jardín Pushkin. Desde ahí te escribo. Me traje las plantas con maceta, entre ellas un par que me regaló mi padre que eran del jardín de mi abuelita Chenchita. También me traje piecitos del propio jardín que solía ser de mi abuelita Mari. Ay la llevan. Han tenido que aguantar el cambio y los pinshis aironazos. Pero aguantan. Las riego cada domingo. Por las noches. Eso te recomiendo. Me ha funcionado en el noventa por ciento de los casos. Pero te advierto que, como podrás ver, no soy un experto. Toma esto como eso: como una sugerencia. Una cordial invitación a tener un jardín (como la rola de Ramones que covereó Garrobos, y que ilustraron con unas fotos que tomé en el Chopo. Mira: todo coincide). Tenlo. Te lo digo yo, que he sido tan insensato. Toma en cuenta el proverbio, citando una cita del libro citado, que dice: «Quien construye un jardín se convierte en un aliado de la luz, ningún jardín ha surgido jamás de las tinieblas».































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