La triste osadía del Señor Segovia (XIV)

Algunos pajarillos trinaban ahí afuera; la luz del sol se filtraba por un árbol, primero, y luego por la ventana por la que se había filtrado la luz de los postes la noche anterior. 

Me incorporé, entonces, lentamente, tras abrir por completo los ojos (mi ojo derecho tarda un poco más en abrir que el izquierdo).

Miré mi celular. 

Por aquellos días recién había salido, en el cine, Roma de Alfonso Cuarón. Y yo salía con Elenora, con quien iría a verla. Eso le había prometido. 

Sin embargo, en la Ciudad de México, donde vivíamos, los cines se atascaban para ver la cinta que financió Netflix y que no mucho después saldría en su plataforma (y por la que Cuarón ganaría un Oscar a la mejor dirección, y Yalitza Aparicio, la novel actriz protagonista, una nominación para mejor actriz que algunas envidiosas le quisieron escamotear). En la primera y segunda semana fue imposible entrar a un cine que no estuviera atestado de hipsters y otros mamadores que clamaban por aquella “nueva obra maestra”. 

En Guadalajara a nadie le importaba. 

O no tanto.  

Y pude comprar un boleto para ese día, tranquilamente, en la Cineteca de la Universidad de Guadalajara, la cual estaba a veinte minutos, caminando, desde la casa roja. Vi en Google Maps que ese tiempo te tomaba, y ese tiempo me tomó. Llegué unos cuarenta minutos antes de que iniciara una de las funciones; poco antes, a su vez, del mediodía. 

No había nadie en la fila. No en ese momento. 

Sentada detrás de la pequeña taquilla, había una mujer (malencarada). 

––Buenos días ––le dije. Se limitó a no contestarme. 

Compré el ticket (que literalmente era un ticket de supermercado). No recuerdo cuánto me costó. Menos de cincuenta pesos. 

Salí entonces en búsqueda de algo qué desayunar. Me encontré, por suerte, con un local donde vendían tortas y licuados. Aquel era un lugar agradable, céntrico, de construcciones antiguas. Estudiantes, supuse, caminaban por las aceras.

Luego de una torta de huevo con chorizo y un licuado de fresa (ugh), me tomé un café negro que terminé pidiendo para llevar: la función comenzaría en diez minutos. Pagué la cuenta y dejé la propina. Volví a la sala con un vasito de unicel que terminé tirando antes de ingresar (no se permitía la entrada con alimentos y bebidas). 

Ya había una larga fila para comprar boletos. Entré directo hacia la sala, ante las miradas atónitas de quienes veían cómo no me formaba y me seguía de largo hacia donde otra señora (malencarada también) tomaba mi boleto. 

––Buenos días, tardes ya ––le dije. Se limitó a no contestarme. 

La sala era amplísima. Quizá más amplia que la sala más amplia de la Cineteca Nacional de la Ciudad de México. Tomé asiento hacia la tercera fila, siempre en la tercera fila, en medio; era un ritual que tenía entonces, cuando iba solo al cine, es decir casi siempre (salvo cuando iba con Eleonora, o con Arcelia, o con mi jefecita o con mi padre). La parte de hasta adelante estaba casi llena. Ocupada, la mayoría, por jóvenes… como de prepa. 

Por lo tanto no dejaron de echar desmadre. 

Mierda, me dije, ya soy un viejo desagradable que no tolera a la juventud ruidosa que atesta los recintos cinematográficos

Sin embargo resistí

los embates de aquellas risas, las dulces

y sonoras voces 

jovencísimas

que imbuían de vida aquel espacio oscuro que era 

¿mi alma?

Por suerte los jóvenes guardaron silencio luego de que transcurrieran los primeros minutos de la película, momentos cruciales en los que conocemos pormenorizadamente la sala de los personajes principales, donde trabaja, como sirvienta (uh), nuestra protagonista.

Roma. 

Así se llamaba una perrita que tuve en mi antiguo matrimonio fallido (y en ciernes).

La llamamos así porque nació dentro de una caja de cartón de jabón Roma. 

Luego, quizá un par de años después, una prima llamó así a su propia perra, la madre del perro que me acompaña desde hace –casi– ocho años: Guapozole, originalmente Goliath, también Pozole, Pozolidad, Guapo, Guapule, Guapule de Mole, Guacamole, Guapol-Newman, Guapolo Polo, Guapolo Polo Guaripolo, entre otros.

Roma, hija de Tito y Lady (qepd).

Roma, madre de Guapo, esposa de Nico (qepd).

Roma, la peli de Cuarón que me recordó muchísimo a Emiliano Pérez Cruz, el mejor cronista de este país, oriundo de Neza, pues fue retratado, finalmente, este hermoso municipio del Edomex en una película de alto presupuesto. Se lo comenté por feis. Algo me dijo, que estaba chida esa parte. Creo. 

Roma, el imperio

al que todos los caminos conducen;

caminos de la vida que no son

como yo pensaba, que no son

como imaginaba, que no son

como yo creía.

Salí del cine casi tres horas después, mucho después de haberme acabado las palomitas que olvidé que había comprado y luego de chillar un poco en la parte (spoiler) en la que Yalitza salva a un niño rico de ahogarse en la playa. 

Si lloré no fue solo por la impecable cinematografía del buen Chivo Lubezki (ganador del Oscar en ese ramo –nuevamente– por esta peli), sino porque alguna vez, cuando era niño, casi muero ahogado, pero en una alberca en Acapulco. De no ser por mi padre, quien se echó un clavado a las aguas no tan hondas para rescatarme, me habría quedado ahí como muchos años antes se había quedado, en el mar de Veracruz, un homónimo mío, nieto de mi abuelo paterno, homónimo mío también. 

Ya vi Roma, le escribí a Eleonora mientras caminaba por aquellas lindas calles. Y aprovechando que tenía el celular en mis manos, tomé un par de fotos para probarlo; era un iphone que recién me había comprado, baratísimo, gracias a una amiga mía guionista (gringa) que sabía de mi precariedad laboral. Decían que esos teléfonos eran muy buenos tomando fotos (mejores, incluso, que ciertos fotógrafos). Y lo eran, sin duda, pero a plena luz del día. En la noche apestaban más que el culo de un indigente luego de defecar.

Dijiste que la veríamos juntos, me contestó Elenora. 

Lo sé, le contesté al momento, y no volví a recibir respuesta suya. Al menos por ese día. 

Pensé que se había molestado. Eleonora solía molestarse conmigo. Era su forma, en realidad, de proceder frente al mundo: enojándose. Yo la entendía, porque me enojaba tanto como ella (o más, mucho más) por lo que trataba de actuar con ella como a mí me hubiese gustado que actuaran cuando estaba enojado: guardando la distancia, aguantando vara.

El enojo es una forma del dolor, pensé, es una forma

del odio, es la forma de decir

lo que no puede decirse

de otro modo; el enojo es gasolina

que alimenta el fuego; el impulso y la fuerza

que algunos necesitamos

para seguir 

¿viviendo? 

Esbozo estas líneas ahora, con cierta sencillez, con cierta naturalidad. No duelen. Vienen a mí por montones; si fuera capaz, pienso, jamás pararía de escribir. Pero escribo a dos dedos –índices– sobre un teclado imac. Llegará el día en que estén completamente chuecos. Por lo que –a veces– debo detenerme.

Y es que el enojo me ha quitado mucho. 

Aniquiló el matrimonio del que he hablado. 

Casi aniquila otras cosas, que por suerte eran más sólidas: mi familia, mis amigos, la banda de death metal en la que toco la batería. 

Aniquiló, desde luego, a Eleonora, a quien ví casi un mes después de lo aquí relatado. (Quizá escriba algo de eso más tarde; eso que he escrito en otros lados –en paredes 

de baños de cantinas,

de burdeles y en paredes 

más desagradables, ahí

escribí tu nombre, Eleonora

y lo rodee con un corazón

des
troz
ado.)

Probablemente el enojo arruinó mi niñez. No lo sé. No del todo.

En fin, que volví caminando, durante veinte minutos, hacia la casa roja. Al parecer no había nadie cuando llegué, y si había alguien no hacía el mínimo ruido, por lo que entré casi de puntitas. 

Una vez que estuve en mi habitación miré el programa impreso de la Feria: ese día Fernando Ribeiro, el vocalista de Moonspell, presentaría el libro sobre su banda: Lobos que fueron hombres, junto a su autor, Ricardo S. Amorim.

Le pregunté a Darío, por mensaje de texto, si iríamos. 

Simón, me contestó. Y quedamos de vernos a alguna hora, por la tarde. 

Para matar el tiempo me fui caminando hacia allá. Tenía un buen rato que no experimentaba tanta calma, tanta tranquilidad (felicidad, iba a escribir).

Y es que tenía garantizado poder vivir un buen rato sin tener que chambear (al menos en el sentido de tener que ser contratado por alguna empresa), una flamante nueva publicación y el anhelo de que las cosas –por fin– irían mejor. 

No me equivocaba y, sin embargo, me dije: 

Es demasiada felicidad, algo debe andar mal. 

Tampoco me equivocaba. Yo nunca

me equivoco, por lo visto. 

Caminé, sin embargo, gozando de aquel día, que era luminoso, despejado, fresco. Tomé otra foto con el iphone, de un monumento que se hallaba en una glorieta. Caminé hasta que finalmente dí con aquel restaurante de mariscos en el que comí el primer día que llegué a Guadalajara. Lo atendía la misma joven con apariencia de muchacho y acento oriundo del lugar:

—¿Qué va a pedir, ah? 

Pedí lo mismo que la vez pasada: un plato de calamar con arroz blanco. Lo devoré a toda velocidad. Esa vez tampoco alcancé postre. 

Así, empanzonado y con mal del puerco, avancé lentamente hacia el centro de convenciones. 

Una vez dentro, entre aquel océano de gente que atestaba los stands de las grandes editoriales, deseé explorar el terreno con más calma. Hallé, luego de unos minutos de vagar, el espacio que tenían reservado los libreros de viejo. 

Allí encontré el ejemplar de un libro que aún sigo buscando, pero en otra edición: Nadie es perfecto, del grandioso guionista y director Billy Wilder donde habla sobre sí mismo –como lo pretende este bodrio–. Estaba a buen precio, sí, pero la edición de Grijalbo (en realidad su portada) nomás no me late. Por entonces también buscaba (ya lo tengo, oh, gracias, gran Dios), las conversaciones que Cameron Crowe sostuvo con Wilder en un libro que editó Alianza difícil de hallar. Tan difícil que en su stand no tenían idea de que existía.

En mi búsqueda encontré otras cosas. No recuerdo haber comprado alguna. (Darío, por su parte, en esa misma sección, me comentó –en cuanto estuvimos en su lujoso hotel, luego de ver a Ribeiro– que compró un libro sobre M. C. Escher “baratísimo”. Me dejó echarle un ojo. Estaba chido.)

Hacia el final de mi recorrido llegué, inevitablemente –como si de Roma se tratase–, al stand de Anagrama. Entre otros, se me antojó el libro de crónicas de viaje que mi tocayo Sam Shepard hizo con/sobre Dylan. No lo compré casi por la misma razón que por el de Wilder: no tenían la edición que quería, sino su versión de bolsillo con tapa roja. 

Hasta que llegó el momento en el que me vería con Darío. Me di cuenta de que estaba en el lugar correcto porque una enorme fila de metaleros esperaba para entrar a alguna de las salas. Se veían raros ahí, con sus matas largas y sus yeras negras demoníacas entre niños, familias y gente un poco más (o menos) decente que ellos. 

Como Darío, que estaba ahí, esperándome.

Nos formamos y esperamos unos minutos hasta que avanzamos un poco y luego un poco más hasta que, finalmente, entramos. 

Era una de las salas grandes. No recuerdo cuál. Nos sentamos en la segunda fila. 

De pronto, a lo lejos, vimos cómo la banda completa, todo Moonspell, iba entrando. Y es que no solo se presentarían el vocalista y el autor, como estaba anunciado, sino que estarían todos los integrantes de la banda. Se hizo un barullo.

Verga, me dije.

—Deberías comprar el libro, ¿no? Pa que te lo firmen…  —me dijo Darío.

—¿Si, verdad? —le dije y me puse de pie. Salí. Mientras estábamos formados noté a un hombre que vendía los ejemplares del libro en una mesita. Seguía ahí afuera. 

—¿A cómo?

—250 la versión en español —dijo el hombre. Existía una versión en portugués o una versión con ambos idiomas. No lo recuerdo.

—Démela —le dije, le di los billetes exactos y corrí de nuevo hacia mi lugar. 

La presentación inició con la presentación de los miembros de la banda. Fernando Riberiro, Andrés Pereira, Ricardo Amorim. Aún tocaba la batería con ellos Mike Gaspar. No recuerdo el orden en el que estaban sentados. Lo que sí es que casi todos hablaron en perfecto español. Lo mismo el autor. Habrán dicho algunas cosas que vienen en el libro. O habrán hablado de cómo se dio el proyecto de publicación, o algunos datos curiosos de la banda. Esas cosas

Hasta que terminó la charla y alguien anunció, a través del micrófono, que los asistentes podían formarse para que la banda les firmara el libro. De tal modo que el público se fue acomodando, civilizadamente, por filas: primero la primera, luego la segunda y así sucesivamente. 

Uno a uno los integrantes de Moonspell y el autor del libro firmaron los ejemplares y se tomaron fotos con los fans-lectores. 

Yo, que era uno de ellos, llevaba conmigo el bolso del Fondo que me acompañó todo el viaje (y que aún conservo y que uso cuando voy al súper o a las tortillas). Dentro del bolso tenía un ejemplar de Metal que no dudaría en utilizar, en regalárselo al vocalista de una de las bandas fundamentales en mi historia musical.

No era, desde luego, la primera vez que importunaba a una personalidad regalándole uno de mis libros. 

Recuerdo ahora aquella con Juan Villoro. Alguna vez dio una ponencia en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco. Probablemente habló sobre crónica. Al terminar la ponencia, la gente se formó para que el autor de Safari accidental les firmase alguno de los ejemplares de cualquiera de sus títulos que estas personas llevaban consigo. No había tanta gente (quizá había más esperando el autógrafo de Norman) y la fila avanzó rápido. 

Cuando llegó mi turno saqué de mi bolso (miento, no usaba bolso en ese tiempo, así que lo saqué de mi mochila) un ejemplar de la primera edición de El sufrimiento de un hombre calvo, la cual, este año en que escribo estas líneas (2022), cumple diez años. 

Villoro se sacó un poco de onda al ver que el libro que le mostraba no era un libro suyo. 

—Este libro pude haberlo escrito yo —dijo al ver el título y mostró su propia calva con una especie de reverencia. Sonrió. Yo me puse muy nervioso y apenas pude explicarle por qué le regalaba un ejemplar de mi novela. En ese entonces le regalaba un ejemplar de mi novela a todo el que se dejara. 

Lo cual me recuerda, a su vez, cuando se la di a un joven mariguano en las afueras de un toquín con mi banda. Yo estaba hasta el culo de borracho y él hasta el culo de mota. Me ofreció una fumada, la cual se prolongó varios segundos. 

—Shhhhiiiiido —me dijo. 

—Gracias –cof cof–, compa —le dije. 

—¿Y a qué te dedicas? —creo que me preguntó.

Entonces, de no sé dónde, saqué un ejemplar del libro y se lo entregué. 

—A esto.

—¿A poco lo escribiste tú? —dijo.

—Simón. Espero que te guste, aunque sea un poquito. 

Más o menos así ocurrió con Fernando Ribeiro, quien una ocasión fue ahorcado por Frida, mi mejor amiga, cuando los vimos por primera vez en la Ciudad México, en el Circo Volador. Ella llegó hasta la fila de adelante y, como pudo, lo jaló de la especie de bufanda que llevaba puesta el vocalista, justo en el momento en que terminó el concierto.

—Casi lo mato sin querer —dijo, riéndose, cuando me lo contó. Luego lo conoció en el backstage, al que pudo llegar por un amigo suyo, y se disculpó.

Quise contarle eso a Ribeiro, pero mejor preparé el ejemplar de Metal que llevaba en mi bolso y, estando a unos pasos de él, el brazo que lo sostenía empezó a acalambrarse: los nervios querían, al parecer, ser los anfitriones de nuestro efímero encuentro. 

Una vez que lo tuve enfrente, le dije:

—Hola.

—Hola —dijo, con su español portuñelesco de voz gravísima. 

—Es un placer conocerte —dije. Él sonrió. Continúe: —Ehhhmm, traigo conmigo mi segunda novela —él me escuchó atento— que quisiera regalarte —y le extendí el ejemplar. 

Lo miró, sorprendido. 

—¿Habla de metal? —preguntó y se señaló a sí mismo; su mata larga, su gruesa chaqueta de cuero, sus tatuajes, los ojos pintados, las arracadas, los anillos de acero. 

—Sip —dije—. Habla de una banda local que toca metal, de una chava que toca la batería —dije, y Ribeiro sonrió. 

—¿Es para mí? —dijo.

—Si no es molestia, sí —le dije, aunque pude haberle dicho: “le acabo de decir que es un regalo”. 

—Gracias —dijo—. Voy a leerlo en el vuelo de regreso. 

Luego nos tomamos una foto con el ipod. Darío nos la tomó.

La verdad no sé si lo hizo. Si Ribeiro leyó el libro (me habría encantado que sí). Como no sé si Villoro leyó el hombre calvo, como no sé si aquel mariguano leyó esa misma novelita breve de humor, como no sé

tantas cosas; como no sé

si esto que escribo 

lo leerá alguien, como no sé

si tendrá sentido 

seguir aporreando

las delicadas teclas de mi imac, como no sé 

si tendrá algún sentido

todo esto: la frágil vida que poseemos, tan frágil

como un latido, tan frágil, siempre a punto

de romperse.


Texto publicado originalmente en Cancerbero.

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