No temo
a la página en blanco, temo
a la mente que en blanco
se queda, de repente,
y que lo abandona a uno, furtiva,
insolente, bipolar, voluble
dejando a las palabras -mudas-
en la punta
de la lengua,
a punto
de decirse.
No temo al silencio,
sin el que es imposible escuchar
la música
-o al señor de la basura, al del fierro viejo, al
de los tamales, o la alerta
sísmica. Los latidos
del corazón-.
Temo
a las emociones que se aferran en el tracto
digestivo -atravesadas, fúricas, inermes-
y que por algún cobarde instinto permanecen
ahí, dentro de uno; también temo
aquellas que se expresan como bombas
y que explotan -imprevistas-
intestinos.
Temo
aportar al ruido de los cláxones con mis recuerdos,
con aquellas mamadas que dispara
mi boca, como balas -¿de sal(i)va?-
o con mis pensamientos, que se engarzan,
que impúdicamente se abrazan
los unos a los otros
conforme tecleo.
No temo al fracaso salvo al fracaso mismo
del lenguaje
pues casi nunca es posible decir -cabalmente
lo que se quiere.
O eso me temo.
Deja una respuesta