Post Data/Post Mortem (cartas a músicos) en el Circo Volador

Luego de la presentación de una inmunda novela sobre metaleros de la periferia, Israel Castro, un servidor y otros dos amigos (Enrique y Gonzalo, idearios del libro predecesor a estas cartas a músicos muertos, cartas, aquella vez, a escritores) se nos ocurrió entre tragos de cerveza y tacos de carnitas que podría ser buena idea hacer una versión musical de ese epistolario al que desde entonces le fue muy bien.

Recuerdo que alguno de ellos llevaba una playera de Johnny Cash. Pensé, honestamente, que podría escribirle una carta a él. No mucho después cambié de opinión y pensé que no era tan buena idea: una de las condiciones (o consideraciones, mejor dicho) para escribir una carta para este libro era que el músico fallecido en cuestión te importara mucho. Cash, en mi caso, si bien me gusta, no es trascendental.

Por suerte para mí, varios de los músicos que más me gustan siguen en activo. Varios de ellos pertenecientes al ámbito de la música rock o metal. Gracias al cielo, por ahora no tenía que escribirle a James Hetfield, guitarrista y vocalista de Metallica, pero quizá podía a Cliff Burton, quien fuera su bajista y quien falleció a los 27 años en un accidente de autobús durante una gira de la banda por Suecia, cuna del metal extremo moderno.

También deseché esa posibilidad pues, aunque muy importante, en mi opinión Burton no es tan relevante para ese grupo como lo son Hetfield o Lars Ulrich, el baterista.

Entonces dejé de hacerme pendejo y pensé en Armando.

En Armando Vega Gil.

No tenía mucho que el Cucurrucucú se había colgado de un árbol cercano a su domicilio.

No tenía mucho que yo mismo casi me le adelantaba.

No tenía mucho que mi gran amiga de la vida casi se nos adelantaba a los dos.

Y así, luego de una serie de suicidios que fueron o que pudieron ser, pensé en la pertinencia de trabajar, para paliar un poco el dolor y la pesadumbre, en este libro.

Fue por eso que quise escribirle una carta a Armando, pero no lo hice.

Porque pensamos, Israel Castro y yo, que habíamos de hacernos a un lado. Y es que, contrario a lo que pueda pensarse, no es que a ambos nos guste mucho figurar. Somos viejos, gordos, calvos, feos y especialmente tímidos como para exponernos tanto a la luz de los reflectores (y del sol).

De escribirle a Armando se encargaron, mejor, dos de sus talleristas. (Lo celebro, aunque pensé que serían tres.) Por mi parte me conformo con dedicarle, de manera íntima aunque ahora lo haga público, este libro a Vega Gil.

Y de paso, como siempre, a Eusebio Ruvalcaba, quien vuelve de entre los muertos y cierra con broche de oro este libro. Él fue quien ideó el volumen que abarca a los escritores, lo antologó, organizó y demás. Tal como nos enseñó: a ser un poquito generosos con los otros que escriben.

Así que lo que había que hacer era cederle el micrófono, la palabra, a los demás. Escuchar al prójimo. Fue así como, días después de aquellas chelas con tacos de cuero y maciza, pensamos en el modo de compilar a los autores, en el cómo los invitaríamos, si hacíamos la convocatoria abierta o no, si invitábamos a Juan Villoro o no, si invitábamos a veinte, a treinta o a cuántos escritores.

Al final optamos por invitar diez y diez autores que nos parecían podían escribir algo valioso sobre música (aunque al final resultaron más). Gente que no fuera ni experta, ni estrella y, por el contrario, entre más desconocida mejor. Gente común que supiéramos que escribía, eso sí. Sobre todo que amara la música.

De ese modo, tras invitarlos individualmente, conformamos este mosaico de autores, voces y estilos tan diversos como la música de la que hablan. Como la música misma. Sabemos, tanto Israel y yo (como Aydeé Bravo, la editora que tuvo fe en nosotros) que hicieron falta algunos y que sus ausencias son tan importantes como las presencias (tanto de músicos a los que escribirles una carta, como de autores que las escriban, varios de ellos amigos).

Al respecto cito a Sergio González Rodríguez:

Toda antología por panorámica que se pretenda siempre dejará fuera autores, muchas veces importantes. Ése es un asunto que el antologador debe debatir consigo mismo cuando realiza la selección. Llega a ser tan arbitrario el momento de la decisión que uno siempre se queda con la sensación de un faltante. Esa zona de la ausencia es la que se deja a la comprensión de los lectores, quienes están en libertad de manifestar sus discrepancias. No puedo pedir compasión de antemano y el lector no tiene por qué otorgarla. Considero que la aspiración de un antologador es que se haga una lectura de desacuerdo de lo que él propone.1

Coincido con Sergio, que en paz descanse también. Siéntanse, pues, en confianza de mentarnos la madre o de darnos un beso o la reacción que ustedes consideren amerita este libro. Para ello les pido, con todo mi corazón, que lo lean primero.

Fotos: Marcela Martínez.

1 En entrevista con David Magaña Figueroa en su libro Ver misterios en la punta de un alfiler.

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