Recién asistí a unos quince años. Y me puse, sin vergüenza, el traje que utilicé cuando mi hermana menor cumplió sus quince. (Ese traje me lo compraron mis padres en alguna tienda del centro. Me tomaron medidas y todo. Lo usé luego, algunos años después, en mi graduación, luego en la graduación de un primo y, ahora, esta vez. No tengo más trajes.) Más de quince años pasaron y el pantalón, naturalmente, ya no quiso cerrar ante la inmensa panza que me cargo (un texto aparte merece esa panza, la cual me ha acompañado desde mi niñez; la misma que se fue por un agradable periodo de tiempo: durante la adolescencia y la preadultez, gracias al ejercicio, el cual me otorgó un abdomen demasiado plano para ser yo). El cierre se botó sin tregua y, de no ser por el cinturón -y por los botones del saco-, se habría notado la jaula abierta. (Mal gusto el mío.) Total que, gracias a una camisa blanca de Aurrerá y a una corbata negra de rayas grises que no sé de dónde saqué, salí avante, tomé asiento, cené y bebí un par de whiskys mientras la quinceañera bailaba un tanto desganada (la mamá, en cambio, joven aún, tenía toda la actitud). Fue que pensé en Asedio. En que mi banda tenía la misma edad de aquella joven. Vaya, quizá no había nacido cuando decidimos formar el grupo. Yo apenas me dejaba crecer la mata, la barba, y la panza seguía oculta. Mi camino por el alcoholismo apenas se catapultaba. No escribía. Leía, sí, pero no mucho. Era un joven ávido de vivir, de conocer mujeres (de vivir, insisto). Iniciamos con tal ímpetu la banda, en nuestro amado Ecatepec, que el impulso ha dado para tres lustros (dignos de narrarse aparte, desde luego). Yo, como digo en algún momento del video que ahora presentamos, no sé cómo es que aún seguimos en activo. (Yo mismo no sé cómo es que sigo aquí escribiendo.) Pero seguimos y Asedio seguirá, estoy seguro, forjando metal del bueno. Muy a pesar de nosotros. A pesar de mí.