Veo a aquel joven.
Es encorvado, larguirucho; las mangas de su chamarra deportiva fea (como sus tenis, que también son negros) le cubren las pequeñas manos.
El joven mira hacia abajo, con timidez: quizá no quiere que ella note su incipiente bigote.
Ella quien, al igual que él, tiene un bigote escaso que solo puede verse de cerca y que suele depilarse cada ocasión.
Él tiene catorce años. Ella acaba de cumplir los quince.
Él porta una sudadera de cuello de tortuga verdosa. No tiene idea de cómo vestir. Viste lo que le procuran sus padres.
El cabello lo lleva corto, «desvanecido». Algún día lo llevará largo.
El cabello empezará a crecer el día en que, próximamente, caiga su primer pelo a manos del gel, anécdota con la cual, él no lo sabe, escribirá su primera novela.
A dicho crecimiento le ayudará su intempestiva pasión por el heavy metal. Pasión con la cual, él no lo sabe, escribirá su segunda novela.
Noto su inseguridad. La desconfianza en sí mismo.
En alguna parte del video, donde aparecen él y ella (y la familia de ella), están a punto de partir un pastel (por sus quince años). Él termina empujándole la cara sobre el gran postre que todos habrán de compartir. Ella ríe, no se enoja, y trata de embarrarle algo del merengue en su delgada cara, de pómulos prominentes. Lo logra.
Él, entonces, toma una servilleta y, discretamente, se limpia.
Ambos, en la primera parte del video (de un celular que, a su vez, graba la digitalización de aquella fiesta que se filmó veinte años antes, en vhs), tratan de bailar algo. Quizá un vals. Eso parece.
Me compadezco de aquel joven. Siento una profunda ternura por sus movimientos escuálidos e indecisos.
Me dan ganas de abrazarlo, de pasar mi brazo por su espalda y decirle que todo estará bien. Que, de algún modo, lo estará.
Me gustaría advertirle, también, de algunos riesgos y chingaderas a las que habrá de enfrentarse. Aunque el riesgo más grande que tomará será su mejor decisión: dedicarse a la escritura.
Para entonces ese joven ya habrá leído Las batallas en el desierto (ella también; ella será su ejemplo, el primero, además, que tome de escritura, de cómo se debe escribir una historia gracias a la tarea que su maestra de español -de ambos- les encomendó: escribir un cuento sobre el día de la bandera).
De lo poco que sus ojos han visto, Las batallas le parecerá de lo mejor.
En poco tiempo, sin embargo, en ua par de años, descubrirá una de las obras cumbre de su vida: El diario íntimo de un guacarróquer.
Mientras tanto estará en aquella fiesta de la quinceañera en la que se siente incómodo (como en casi todos lados). Pero algo dentro de sí ya ha decidido a qué dedicarse. Pues en la escritura encontrará un lugar seguro, el sitio cómodo en el cual estar.
Solo, libre, siendo él mismo.
No lo sabe aún.
Así que intuye, cree, que sería bueno conocer a alguien que se dedique a eso. A escribir. De viva voz.
Ningún profesor le brindará esa oportunidad. Hasta la universidad.
Así, al primero que conocerá lo conocerá casi siete años después de ese video donde tiene catorce años. No será demasiado tarde, aunque sí, tal vez, para leer la obra cumbre de ese autor: Un hilito de sangre.
Habría sido mejor, piensa cuando la lee, leerla cuando tenía la edad que tenía en el video. La edad de la punzada, dirían algunos. No cuando pasaba ya los veintitrés o veinticuatro años.
En fin que ese escritor (luego de llevarlo a su taller literario) le dirá una de las cosas más trascendentales que le habrán de decir en la vida; palabras que habrá de tatuarse con fuego en algún sitio de su introvertida alma. Palabras que, hasta hoy, por alguna razón, apenas saldrán a la luz:
—Samuel, estoy seguro de que te convertirás en uno de los mejores escritores que ha dado este país.
Espero afuera del salón (que está atiborrado). Desde ahí se escuchan, fuerte, charlas y murmullos. El ruido común que sucede cuando no está el maestro.
—¡Silencio! —pide este1 en cuanto ha dado un paso adentro. Todo el mundo lo guarda—. Por favor, démosle la bienvenida al escritor. . .
. . . y el profesor anuncia mi nombre.
Luego se escuchan unos (inmerecidos) aplausos.
Y entro.
Antes ya me he acomodado la camisa, la chamarra, la camiseta. El cinturón. Lo que lleve puesto.
Mi panza es la panza más grande que he tenido hasta el momento. O tal vez no.
Los jóvenes, por su parte, se acomodan en sus sillas y esperan. Esperan y me miran. Esperan a que diga algo. Uno, dos, tres segundos después, digo:
—Hola, buen día. Cómo están.
—Bueeeen dííííííía. Bieeeeeeen —responden a coro, casi siempre. Algunos permanecen en silencio.
Tomo asiento entonces, regularmente en el lugar del profesor, quien se sienta junto a mí o en algún otro punto del aula. Las miradas se centran en mi persona. Sostengo cada una de ellas (alguien, alguna vez, me dijo que ese era mi problema: sostener las miradas. Eso porque una vez, en una fiesta, yo apenas iba llegando y varios sujetos me vieron feo. «Es que los miras de frente, como si los desafiaras», dijo. Tiempo después terminé sosteniéndole la mirada a esa misma persona, y terminó agachando la cabeza).
En ese momento el profesor propicia la plática, especialmente si los alumnos leyeron un libro de mi autoría. Eso me ha ocurrido algunas veces, con chavos de prepa. Con chavos que leyeron Metal, la novela juvenil que escribí sin querer2.
Me pasó hace poco con chavos de sexto de primaria (muy chavos, en realidad; cuando yo era de esa edad me sentía mayor), quienes querían saber qué era lo que hacía (más o menos) un escritor.
Con los chavos de prepa ha sido, digamos, más sencillo. Porque son lo más cercano a un adulto (aunque está muy bien que no lo sean). Porque los chavos (especialmente de prepa), a mi parecer, son el público objetivo de cualquier escritor (aún cuando no se lo proponga).
Los jóvenes son los lectores más críticos, los más honestos y, a su vez, los más generosos con los que uno puede encontrarse. Los más entusiastas. Te dicen sus opiniones como son, sin cortapisas. No buscan agradarte ni elogiarte, aunque tampoco denigrarte. Les interesa un bledo tu trayectoria. Solo quieren saber por qué ocurrió lo que ocurrió en la historia que escribiste.
Los más inocentes, dice David Magaña. Tiene razón, en ambos sentidos. Se les puede engañar fácil o, del mismo modo, se les puede no engañar. Los jóvenes no son idiotas (contrario a lo que se cree). Sus ojos delatan una ilusión. Su mirada sobre las palabras es irrepetible. Ese fuego se apagará pronto. Ese brillo que no dejo de admirar.
Y así es como me he encontrado con algunos jóvenes (principalmente preparatorianos). En salones llenos de ellos y de sus preguntas. Soy feliz ahí (al menos ese momento, porque entonces me dan ganas de dar clases, pero no sé si sería capaz de mantener el ritmo del entusiasmo durante tanto tiempo).
Los chavos de primaria, por su parte, me sorprendieron. (Y aquí aprovecho para defender a las nuevas generaciones. No sé qué se traen con ellas, pero no son los autómatas sumergidos en el cel que suponemos. Al menos no lo fueron estos jóvenes -ni los de primaria ni los de prepa-. He visto a las mejores mentes (y a las peores, sobre todo) de mi generación mucho más clavadas en dichos dispositivos.
Los chavos de primaria pusieron atención a mis preguntas y contestaron correctamente casi todas ellas (les preguntaba tonterías, desde luego. Por ejemplo: cómo se escribía tal o cual palabra, dónde se ubicaba tal o cuál estado de la república; cosas que ni yo sé).
No puedo describir su entusiasmo, el gusto que les dio hablar con un tipo al que nunca les habían mencionado; participaron sin pena, a placer; hablaron de libros como se tiene que hablar de libros: por el simple goce, jamás por snobismo. Hablaron de lo que quisieron, en libertad.
Como aquel joven del que he hablado habría querido.
El profesor de ese día me confesó (cuando nos fuimos a echar un par de tacos de carnitas luego de la charla) que un alumno «con problemas en casa» (puedo imaginarme cuáles), uno que nunca habla, que nunca participa, participó en el momento en que hicimos una dinámica con una historia para adolescentes (inédita) que quizá algún día vea la luz.
Llevé el adelanto de la historia (ilustrada por un amigo mío) y algunos de los chavos leyeron. Los que levantaron la mano. Aquel chico fue uno de ellos y, como todos, se emocionó y le entró: se puso de pie y leyó un fragmento.
Alguien me dijo que solo era cuestión de saberle llegar a los jóvenes. (Ah, ya me acordé quién me lo dijo: una maestra de secundaria y prepa.) De explorar sus intereses. De ponerles atención. De no matar su creatividad. De soltarles un poco la rienda.
Y así, mientras leían, una de las alumnas me dijo (en voz baja):
—Esto es para usted —y me extendió un papelito.
El papelito contenía un dibujo del personaje protagónico de la historia que les presenté.
Se me arrugó el corazón.
—Gracias —le dije y entonces todos quisieron dibujar su propia versión del personaje. Así lo hicieron. Me los fueron entregando. Luego me dieron sus comentarios sobre la historia y sobre lo que podría pasar hacia el final (la historia sigue inacabada).
Les dije que su participación era muy importante para mí (y les prometí poner sus créditos al final del libro, si acaso se publica). Les dije que era mejor contar historias en equipo porque se nutrían de las ideas de todos (y al respecto les hablé un poco del cine, pero no mucho). Les dije que las ideas no le pertenecían a nadie, que acaso a quien las hace aterrizar. A aquel que lograra concretarlas.
Y, especialmente, les dije:
—En escritura no hay competencia. Por más que muchos escritores insistan en tenerla. No hay forma de competir: cada uno tendrá algo distinto que decir, desde su muy particular punto de vista.
Les dije:
—No compitan, al contrario: colaboren.



Al final de la charla con los chavos de prepa (de las varias que he tenido, en todas pasó igual) se hizo una enorme fila para que firmara sus libros. Uno a uno fui poniéndoles una dedicatoria (suelo tardar escribiéndolas: son largas, duran un párrafo, y suelo bromear, sin éxito, que «estoy empezando a escribir mi próximo libro» con ellas). Algunos no tenían el ejemplar original y entonces llevaban consigo copias fotostáticas.
—¿Tiene problema si es en mis copias? —me dijo alguno de ellos, o un par de ellos, o tres.
—No —les dije.
Por el contrario. Qué dicha el hecho de que me lean. De que, con tal de poder hacerlo, fotocopien el libro. Un sueño guajiro cumplido que, sé de primera mano, hay quien lo desprecia.
—Una vez un escritor nos dijo que si eran copias no firmaba nada —me reveló un alumno. También me dijo el nombre de aquel autor, que olvidé tan pronto fue pronunciado.
No entiendo a esa gente. Miserables que alegan el pago de sus regalías, de los derechos de autor. De mil cosas. Y que no aprecian que tengan, por fin, un nuevo lector (el galardón más grande para cualquier escritor). No entiendo.
Supongo que son esos mismos paladines de la LIJ (literatura infantil y juvenil), intachables, irreprochables, aburridos e hipócritas que creen que a los jóvenes debemos servirles de ejemplo, quienes en sus perfiles públicos se comportan (brillan, dirán) como si a los taxistas no les mentaran la madre por cualquier cosa. Por sus caprichos.
Son esos mismos los que no quieren que fotocopien su libro y que no aceptarán firmarlo en dicho formato engargolado. Si no lo pagas, no hay nada, creen.
Los conduelo.
A los chavos de primaria hasta les firmé el brazo. «Para tatuármelo», me dijeron (no, no saben lo que dicen). Qué privilegio.
A todos ellos les agradezco.

Veo a aquel joven.
Es desgarbado, flaco, enclenque.
Jorobado.
No tiene chiste, ni ilusión ni futuro.
En algún momento, sin embargo, pensará en ser actuario. Se lo recomendará su padre, pues no es tan malo en matemáticas (él, el joven).
Él, el joven, no tiene idea de lo que actuario significa.
También se cruzarán por su mente las consabidas carreras: derecho, medicina, contaduría… Ninguna lo satisfará.
Dudará un momento, se le atravesará la música. Sabrá, desde siempre, que eso no es lo suyo. Como no lo fue el futbol.
Y se preguntará qué chingados hacer de su vida.
Para entonces no se habrá masturbado todavía. Estará cerca, apenas, de su primer beso (de lengua). La figura femenina se le revelará el mayor enigma. Encontrará la respuesta en las letras. Creerá encontrarla en el alcohol. Se perderá ahí.
Veo a aquel joven que a veces me recuerda a estos jóvenes. Me pregunto cómo habría convivido con ellos.
Veo a aquel joven y a veces lo recuerdo.
Lo veo en el video y solo tengo ganas de abrazarlo. De decirle que, de algún modo, lo logrará. Salir adelante. Me gustaría decirle que no ceje. Que su vida anterior inmediata no lo determinará del todo. Ni la posterior inmediata. Que siga leyendo. Que no ignore esa pulsión por escribir.
Que no la ignore nunca.
1 Han sido varios los profesores con los que he tenido el gusto de colaborar. A todos ellos, a Rubén Compañ Mungía, a Abraham García, a María Zabal, a Norma Irene Aguilar, a Zindy Rodríguez Tamayo, muchas gracias.
2 La escribí pensando que estaba escribiendo «alta literatura». Al final, me di cuenta, es lo mismo (y mejor). Armando Vega Gil decía que no le daban cierta beca porque se dedicaba a la literatura para jóvenes cuando, sostenía al igual que Roald Dahl, es la más difícil de acometer.
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