1)
No suelo contestar muchas de las llamadas telefónicas que entran a mi celular. Por dos razones (y la una no tiene que ver con la otra). La primera: me alejo del teléfono lo más que puedo. Por ejemplo: si riego las plantas lo dejo a lo lejos, conectado a la bocina bluetooth para reproducir música. No tengo plan de telefonía móvil, por lo que, si salgo a la calle, ando desconectado (como ahorita). Por ejemplo: cuando paseo con los perros: fuera cel, deliveradamente lo ignoro. Pretendo resistir ante la modernidad que pareciera exigirnos una constante «comunicación».
Habrá quien diga que solo soy un grosero millenial frágil al que le da miedo hablar con un extraño a través de una bocina. Y tendrá cierta razón (de hecho, esa es la segunda de mis razones).
Cuando éramos niños (me refiero a mis hermanas y a mí), sucumbíamos a la tentación de hacer llamadas telefónicas al azar, ya fuera a partir de la guía telefónica (también llamada Sección Amarilla) o de nuestra inventiva, que era mucha gracias a tanto ocio (bendito sea, para los artistas y los niños). Y entonces llamábamos y les hacíamos alguna broma (pesada) a las personas. Regularmente solo reíamos luego de colgar, pero una de esas tardes alguien nos devolvió la llamada. Yo fui el desafortunado que contestó, recibiendo al momento una mentada de madre. Caray, qué hostilidad, pensé, la del teléfono.
Y aún lo pienso: si no es hostil (pregúntenles a los que trabajan en calls centers), el teléfono por lo menos es impertinente. Uno le llama a alguien en el momento menos oportuno. Ya sea que esté comiendo, o en el baño, o durmiendo. Y contestará o no, ciertamente eso ya no está en manos de quien llama, pero ¿por qué no, mejor, tratar ciertos asuntos por escrito?
Así, cierto día recibí una llamada telefónica que, por una extraña razón, contesté. No hablo aquí de esa que me agarró un día en la fila de un banco, donde no se puede contestar, y que me informaba sobre que había ganado cierto concurso literario, sino de la que recibí de un hombre al que no podía escuchar porque, para nuestra mala suerte (de él y mía, especialmente mía), mi teléfono, el dispositivo móvil, no se escucha bien. Así que traté de ponerlo en altavoz, pero para ese momento el hombre ya me había dicho varias cosas, entre ellas me había hecho una invitación a la que no pude negarme: hablar sobre escritura frente a un grupo de jóvenes.
-Dicen que usted ha ganado premios -algo así dijo el hombre, de cuyo nombre me enteré después, cuando me reiteró la invitación por correo electrónico.
-Sí -le dije-. He ganado algunos (no le dije cuántos).
En ese momento recordé a mi tutora de tesis. Les confieso que tardé diez años en titularme de la licenciatura en comunicación (en la UNAM). Porque en vez de escribir la tesis escribí dos novelas que se ganaron, cada una, un premio. (Y dos libros de cuentos y uno de poemas.)
-Tus premios no sirven para nada -dijo ella-: no sabes escribir -resaltó, tan rigurosa escritora como es. Brutal. Despiadada.
Tenía razón.
De cualquier modo logré titularme y mañana tendré, por fin, una entrevista para entrar a una maestría a la que me postulé; esa maestría fue la razón por la cual quise, finalmente, obtener el dichoso grado. Porque si a esas vamos: el título, hasta ese momento, tampoco me había servido para nada.
Ustedes se preguntarán, entonces: ¿cómo es que eres escritor si no sabes escribir? ¿Qué se necesita para ser escritor?
Desde mi perspectiva y experiencia de poco más de diez años en el oficio, «el ser escritor» va mucho más allá de «saber escribir», en principio, correctamente. Gramaticalmente hablando. Tampoco, y lamento decirlo, porque quizá se los han dicho ya a ustedes, estudiando una licenciatura en letras (o parecidos). He escuchado a varios colegas de dichas carreras que recibieron esa advertencia: «Si quieren ser escritores están en el lugar equivocado». (Algunos de ellos hicieron caso omiso y siguieron escribiendo; la verdad con resultados un poco funestos.) Porque para ser escritor se necesita de otra cosa. No quiere decir que el escritor deba ignorar las reglas del lenguaje escrito o el constructo teórico que lo antecede. Para nada. Eso se puede tener. Pero lo que no se puede no tener es, ah, sonará tan trivial: punch. Huevos. Ovarios. Fuego. Ganas. Feeling. Sensibilidad. Pasión. Vida.
Recién leí a un colega que ahora mismo está extraviado en su perenne juventud y en su alcoholismo. No, no voy a decir que los escritores alcohólicos son mejores que los que no (aunque lo sean). Lo que voy a decir es que leí sus relatos: un tanto pobres, un tanto carentes de sentido, un tanto feos, la verdad. Luego lanzó sus poemas al mundo y ahí sí las llamas me chamuscaron: tenían faltas de ortografía, es cierto, pero su poesía era extraordinariamente rica en su vivacidad, en su fuerza expresiva. Me decía algo que, aunque incoherente, alcanzaba a entender. ¿Me explico? Lograba sentirlo.
He visto poetas rimbombantes, dominadores de todas las formas y reglas sintácticas habidas y por haber escribir una línea tras otra, todas inocuas. Inofensivas. Sí, claro, no dudo que se trate de mi ignorancia, pero el poema no tendría que ser un código al que la gente debiera descifrar, sino una ventana por la cual, fácilmente, entre el aire. Y uno respire.
Pienso lo mismo de todo tipo de escritura. Y cuando digo todo es todo: poesía, cuento, novela, ensayo, crónica… y lo que ustedes manden. Sería materia de discusión de otro texto, de otro espacio, pero es que, al final, toda escritura es siempre la misma. Quiero decir: no hay géneros literarios. Pero, como les decía, eso lo comentaremos luego.
2)
La segunda duda que quizá tengan (ojalá) es: ¿por qué rayos se llama su ponencia como se llama? Lo pensé hace poco y a propósito de esta conferencia «magistral» (lo entrecomillo porque en este momento padezco del síndrome del impostor) a la que me honra haber sido invitado por aquel hombre que me llamó por teléfono una tarde hace poco.
Cierto día un colega escribió en sus redes sociales que leía mucho más de lo que escribía porque buscaba ofrecerle a sus lectores lo mejor de sí, la mayor calidad en su propia producción literaria (ciertamente no son sus palabras literales, pero esa era la idea). Antes, alguna vez escribió que había que leer diez veces más de lo que se escribe para poder escribir. (Alguien ya había dicho eso, no recuerdo quién. Quizá Julio Scherer o algún viejo de ese calibre.)
No le falta razón, pero… hay algo de falso en dicha aseveración. Porque si bien leer es la base de escribir, leer más y más y más que escribir no es la base de escribir. Escribir más y más y más es la base de escribir. Y, desde luego, vivir es otra base de escribir. Diríamos que la fórmula secreta sería: leer + vivir + escribir = escribir. (Un momento: también sería observar, pero supongo que eso es parte del vivir.)
(Ey: también corregir y corregir, pero supongo que eso es parte de escribir y escribir.)
Por eso hay tantos escritores esnobs que leen un chingo y producen poco: en el pedestal que de sí mismos han construido, consideran a su propio trabajo (ese que tanto les cuesta pergeñar) como insignificante, indigno de publicarse y, por consiguiente y sin titubear, reniegan del de sus contemporáneos (a quienes jamás leerán pues tampoco están a la altura del lector tan refinado que son).
Esto que estoy diciendo, desde luego, no es la neta del planeta. Como les decía, lo pensé la otra vez. Y es que me dije: he escrito tanto que, sin querer, me he vuelto escritor. Desde luego leo tanto como puedo y por lo tanto soy un lector, pero yo diría que las dos cosas (leer y escribir) tienen que hacerse casi que al mismo tiempo, una tras otra, como cuando se pedalea una bicicleta (siendo el vivir los frenos): si solo le das a un pedal, avanzarás, pero no tanto como si le das a ambos.
3)
Me disculpo si resultó de mal gusto mi comparación previa. Sé que estamos en una conferencia magistral y que en ellas suelen decirse cosas relevantes, trascendentes, sabias. Lo que pasa es que me considero a mi mismo un simple obrero de la palabra escrita, como decía a su vez de sí mismo el periodista Jesús Lemus en su obra maestra del periodismo literario Los Malditos, que sus contemporáneos, desde luego, ignoraron y mejor se ponderaron a sí mismos. Yo les recomiendo ampliamente ese libro.
Soy fiel creyente, como lo era cuando niño de Dios, de la Diosa Escritura, a la cual hay que rendirle tributo todos los días. Yo, literalmente, me he chingado la espalda de tanto que he estado escribiendo a últimas: estoy la mayor parte del día sentado. Ahora mismo siento dolor (quizá porque estoy sentado). El sacrificio es ese: estar sentado leyendo, pero sobre todo estar sentado escribiendo, en el caso de que uno busque ser escritor.
Aquí hay que considerar a quienes escriben y no publican, porque publicar es un momento aparte de la escritura, y el escritor en turno no debe preocuparse por eso mientras da forma a sus palabras. A sus oraciones.
No debe considerarse, ojo, a aquellos que dicen escribir y no publican «porque escribo para mí mismo» porque esos «escritores» mienten. No escriben. Los he cachado en flagrancia: tampoco escriben para sí mismos.
Porque uno escribe, aunque no quiera, para compartir, para comunicarse, para hablarle al otro (aunque lo disfracemos del «escribo para mí»): yo, por ejemplo, empecé escribiéndole cartas de amor a las chavitas que quería ligarme (a partir de la secundaria). Le escribí una canción a mi abuelita en su cumpleaños a falta de regalo (de dinero, quiero decir) y luego, a los diecisiete, empecé a escribir las letras de las canciones para mi banda con la que llevo 16 años tocando. (Eran muy pinches al principio, las letras -y la música-, pero con el trabajo y la constancia fueron mejorando.) Ahora mismo escribo este texto para ustedes quienes, al final de cuentas, son el hipotético lector. Ese que tarde o temprano se materializa. Como hoy. Con lo cual, insisto, estoy muy agradecido.
Texto leído para los alumnos del Centro Universitario Amecameca UAEMex, el 27 de abril de 2023, acompañado por Edmundo Martínez García.



















Fotos: Marcela Martínez
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