Para los niños del mejor de los mundos
Camino sobre la acera una tarde cualquiera, aunque muy gris, en el barrio, en dirección hacia el tianguis, en búsqueda de una planta. Mi visión periférica capta un libro amarillo tono atardecer colocado sobre una mesita con un par de otras cosas. Detengo mis pasos y me dirijo hacia ahí, como suelo hacer cuando me encuentro con muchos otros puestos de chácharas.
Una niña sonriente atiende el pequeño local que, intuyo, está afuera de donde vive. Junto al libro amarillo que primero captó mi atención, el nombre de Armando Vega Gil salta como si fuera un diamante. Dicho ejemplar es blanco, arrugado, sucio y de nombre Renata y la fábrica de juguetes.
—No sabía de su existencia —le susurro a ella, a mi acompañante, quien sonríe— ¿cuánto por él? —le pregunto a la niña, quien no sabe el precio y corre adentro de su casa y le pregunta a su madre (intuyo), quien desde dentro contesta con un grito—:
—¡Veinte pesos!
Extraigo las monedas de mis bolsillos, justas, y le pago a la niña, cuyo nombre, intuyo, está anotado con bolígrafo sobre la portadilla.
—¿Tú eres…? —y lo pronuncio.
La niña asiente, sin decir nada, sonríe y apenada corre de nuevo hacia su casa, tan rápido como puede.
—¿No es extraño —le digo a ella, a mi acompañante—, encontrarme aquí con Armando, en el barrio, con este libro infantil suyo (una atrabancada novelita en verso, como le gustaba escribir, al modo del extraordinario músico que fue), justo un día antes del día del niño?
Ella solo sonríe y asiente.
—Es como si me hubiera hablado —le dije—, como si lo hubiera escuchado desde el cielo.
Tiene poco que escribí sobre la vez que, hace muchos años –más o menos treinta–, en la primaria, me regañaron –no recuerdo por qué– y me llevaron a un salón oscuro, lleno de polvo, con una enorme estantería en medio en la que había varios libros. Le llamaban El Rincón de Lectura.
Escribí que me llevé una pila de estos libros a casa (eran unos veinte) y los leí una noche de un fin de semana, alumbrado apenas por la tenue luz de una vela.
Es probable que haya leído algo de eso en voz alta a mi madre; no recuerdo si así fue, quizá sí, y quizá le gustó algo de eso que leí.
O tal vez no.
Eran tantos los libros –para mi edad– y los leí tan rápido –y tan ávidamente– que quizá tuve que leerlos en soledad y en silencio. Como se lee la mayoría de las veces.
Así, supongo, fue como me acerqué a los libros. A temprana edad, cuando niño. Como quizá deba ocurrir con la mayoría sin que esto suponga un castigo. Porque, cada vez lo pienso más, la lectura no es para todos –y eso está muy bien–, como tampoco lo son la música, las matemáticas o el atletismo.
Pasados los años olvidé cuáles habían sido esos libros, sobre qué trataban, y siempre lo lamenté –como lamento muchas otras cosas–.
Quizá por la pandemia –hasta el momento no he sido víctima del covid, ¡fiu!– sufrí una especie de disociación y a últimas he notado cierta pérdida de memoria –a muchos les pasó–, pronunciada, muy probablemente, por mi alcoholismo, el cual he tratado de erradicar entre lagunas y huecos sobre qué he hecho y qué no. (Sí, resulta un poco aterrador.)
Así que pensaba en tal cosa: en la falibilidad de la memoria.
Porque también, en ese mismo escrito, “recordaba” que mi abuela, a manera de castigo, nos ponía a leer –a mis hermanas y a mí– en voz alta antes de salir a jugar –en el andador en el que vivíamos– con nuestros amigos. El libro en cuestión era una especie de almanaque del año 1984 –que todavía conservo y que no he vuelto a abrir–; a veces prefería quedarme a leer en vez de salir a jugar y a mis amigos les sorprendía eso. Había descubierto, sin saberlo, mi vocación.
¿Pero de verdad fue por regaño que mi abuela nos ponía a leer y por lo que me llevé esos libros a casa aquel fin de semana? Quizá no. Mi abuela procuraba, a su manera, que no fuéramos tan idiotas y que nos cultiváramos un poco. Que no todo fuera diversión. Que razonáramos tantito, decía. Que viviéramos una vida interior, supongo. Qué sé yo.
En la escuela, podría ser, querían prepararme para un concurso de oratoria y de lectura al que tal vez asistí (recuerdo haber estado en uno). No lo sé, pero de pronto me dio la impresión de que así fue. De que me estaba contando una historia demasiado dura conmigo mismo.
(De pronto me doy cuenta de que extraño a mi abuelita. Era una mujer muy recia, pero nos cuidó a los tres nietos. Fue como nuestra madre. Y bueno, tiene un rato que murió. Lloré mucho aquel día.)
Poco después de haber escrito ese texto del que hablo al principio di con una imagen en Instagram que disparó mis maltrechos recuerdos: una librería de viejo –de las varias que sigo– anunciaba a la venta un ejemplar de Simbad el marino, perteneciente a la colección de los libros de Polidoro.
—OH-POR-DIOS —me dije y abrí ojos y boca, muy sorprendido pues ¡esos eran los libros que leí cuando niño!
Aunque no estaba seguro, desde luego.
Así que le pregunté a cuatro fuentes de información que podían verificar o negar mi sospecha:
La primera fue mi hermana menor. Ella dijo que no recordaba aquellos libros. Ni si los habíamos tenido, o si alguna vez los había llevado a casa.
La segunda fue mi hermana mayor. Ella (quien me enseñó a leer y escribir; a los tres años aprendí, me gusta pensar, porque no lo recuerdo del todo. Me gusta sentir que alguna vez fui ligeramente dotado) dijo que los recordaba, y que teníamos un ejemplar de esos en casa.
La tercera fue mi madre (la hija de mi abuelita), y ella dijo que sí, que los recordaba, y que alguna vez tuvimos todos los ejemplares en casa.
La cuarta fue la amiga a la que conocí a los doce, en la secundaria. Ella dijo:
–Sí, yo tuve varios de esos.
Caray.
Por lo que, a la manera de David Carr en La noche de la pistola, desconfié no solo de mi memoria, sino de la de ellas y me puse a buscar.
Resultó que los Cuentos de Polidoro fue una colección que, como asegura este texto, promovió “la democratización de la cultura nacional y universal a través de materiales accesibles, atractivos y de excelente calidad para todas las edades”. Lecturas ágiles y divertidas, entretenidas y profundas, para mayores y niños que reunía “una selección de narraciones que en varios tomos entrelaza cuentos clásicos, leyendas latinoamericanas y mitos europeos junto a las inefables historias de Don Quijote de la Mancha.”
En la contraportada estaban ilustrados por este elefante con sombrero y bigote, semejante, quizá, al del Principito, cuyo nombre era, justamente, Polidoro. Sobre él se leía: “Polidoro el elefante les trae cuentos famosos; cuentos que casi nadie conoce y cuentos que solamente Polidoro sabe.”

Y, al menos en las ediciones mexicanas (esta iniciativa fue argentina), de un tiraje de más de veinte mil ejemplares, venían en los créditos de la portadilla los logos del llamado Rincón de Lectura, de la SEP, de Salvat, entre otros.
Por su parte, el llamado Rincón de lectura fue, de acuerdo con este texto:
“Uno de los más Importantes programas editoriales en México(…) dirigido a las escuelas públicas de primaria, desarrollado por la Secretaría de Educación Pública (SEP), titulado Rincones de Lectura. Su principal objetivo consistió en fomentar la lectura entre los alumnos de las escuelas públicas del país, tratando de resolver la carencia de recursos Informativos que se tienen en éstas, con la posibilidad de acercar a alumnos, maestros y padres de familia a los libros, tanto en el salón de clases como en su propio domicilio”.
Todo esto ocurrió a finales de los años ochenta y principios de los noventa del siglo pasado. Justo en la época en la que fui a la primaria. Pública, desde luego.
Así que todo cuadraba.
Se lo conté a mi compañera de vida. Al principio no recordaba haberlos visto nunca, pero al ver el ejemplar impreso (me lancé por los que vendía la librería de viejo tan pronto como pude: eran tres y en perfecto estado. Impecables. Nuevos, como si hubieran sido impresos ayer: el Simbad el marino, Don Quijote el caballero de Los Leones y La bolsa encantada), dijo:
—¡Oye, sí, esos libros si los recuerdo!
Lo dijo por la tipografía, los dibujos, el diseño de las portadas. Elementos por los cuales también los reconocí.
¡Vualá!
Supongo que esos dos momentos de mi vida (cuando mi abuela “nos obligaba” a leer, y cuando la escuela hizo lo propio) definieron mi rumbo de tal modo que no tengo más que agradecimiento. Beberme aquellos Cuentos de Polidoro significó todo. Seguramente germinaron en mí al cuentista que no he podido dejar de ser (porque si algo me gusta escribir son cuentos, y no puedo parar: los escribo a la menor provocación). Me revelaron la pasión por este oficio sin que me percatara de ello. Como ocurre con el arte auténtico.
Por lo que, de algún modo, leer me enseñó a escribir. Me motivó a hacerlo. Me hizo pensar: yo puedo. Yo quiero hacer esto.
¿Que si lo recomiendo? Leer, sí, siempre. Especialmente, como señalaba en aquel texto que mencioné al principio, acercar la lectura a los jóvenes. Les abre el mundo, como reza el lugar común, pero no solo el interior sino también el de los otros. Con esto no digo, porque no es cierto, que te vuelva mejor persona. Eso no está en manos de los libros. Ni de Dios.
Leer y escribir implica un sacrificio que solo algunos testarudos estamos dispuestos a llevar a cabo. Por ejemplo: asumir la soledad constante y el silencio; mirar la vida no solo a través de nuestros ojos, sino en los de los otros (insisto); es un ejercicio de ocio e imaginación, indispensable para los artistas y los niños. A pesar de estar encerrados en nosotros mismos. Abandonar, por mucho tiempo, al ser gregario que naturalmente somos (y al engreído).
Por lo tanto es admitir un alto grado de infelicidad y de felicidad constantes. Eso si acaso se lee y se escribe con pasión. Leer y escribir es, de algún modo, vivir muy intensamente.
Necearé con que la lectura (y especialmente la escritura) no es para todos. No tiene por qué serlo. No todos tienen –ni pueden– por qué leer, mucho menos por qué escribir –eso le pasa, incluso, a algunos que se dicen escritores–. Aquel salón vacío y polvoso de mi infancia lo demostraba. Hoy, probablemente, todo siga igual.
Supongo que, a pesar de eso, tanto Polidoro como el Rincón de Lectura lograron su cometido: ayudaron a ese niño que fui a convertirse en escritor.
A intentarlo, por lo menos.

Foto de mí sujetando la foto de mí cuando era niño, tomada por Carmen, la amiga que conocí a los 12 años.
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