—Supongo que podría hacerse mejor.
Al menos eso pensó mi padre sobre la exposición del World Press Photo en la Ciudad de México.
A principios de este mes (agosto, 2017), una mañana fría y nublada como ésta en la que escribo (también en agosto, 2017), mi padre y yo nos dirigimos en trolebús hacia el museo Franz Mayer, que no está muy lejos del lugar donde ahora vive. En ese lentísimo (pero muy seguro y barato) medio de transporte hacemos hacia allá, por mucho, entre 15 o 20 minutos, y fue por eso que lo abordamos para bajarnos sobre la calle de Valerio Trujano, a espaldas del lugar.
Pero ahora que escribo esto recuerdo que no era tan temprano, quizá ya se acercaba o pasaba por poco el mediodía, pero sí que estaba nublado y hacía frío y seguramente que por eso estoy un poco confundido. El asunto es que al menos yo no había desayunado (mi padre dijo que él sí, pero suele ser falso), así que nos detuvimos un momento con una señorita que vendía quesadillas, tlacoyos y gorditas en una esquina. Todavía recuerdo (y eso que tengo pésima memoria) que pedí una de pollo, lo mismo que mi padre… no, creo que él pidió un tlacoyo de requesón.
Le estábamos empacando sabrosamente cuando, de pronto, un par de mujeres se nos acercaron por la espalda. Eran indigentes, pero llevaban consigo unas revistas que vender. Se trataba de la publicación Mi Valedor, de la que una colega me había hablado antes pero que nunca había visto circular. Esta revista emplea a gente que vive en la calle, quienes colaboran de lleno no solo en su distribución, sino en su elaboración. Y estas mujeres llevaban dos números distintos (volúmenes 11 y 12, respectivamente), a veinte varos cada uno. Adquirí los dos, las mujeres aprovecharon para contarme que recién un joven cineasta las había entrevistado para un documental (no supieron decirme cuál) y se despidieron. Luego pedí una quesadilla de flor de calabaza. Mi padre no quiso más.
Entramos por un callejón, al costado de la entrada principal del museo, en la plaza baja donde hay un parquecito en el que, precisamente, duermen, viven, algunos vagos y teporochos.
—No tenía idea de que aquí estaba el museo. Había escuchado de él, y he pasado muchas veces por aquí, pero no sabía.
Eso dijo mi padre mientras entrábamos al lugar que además es vecino del Museo Nacional de la Estampa, mientras sacábamos nuestras respectivas credenciales para recibir un descuento (yo de estudiante chavorruco y él de ruco-ruco) y dejábamos nuestras mochilas en el guardarropa.
Era la segunda vez en muchísimo tiempo (más de diez años, quizá) en que íbamos juntos a una exposición. La primera fue a la que la Cineteca Nacional hizo sobre Stanley Kubrick (de la que hice estas fotos y éstas) durante varios meses (no recuerdo cuántos). Mi padre quedó maravillado, yo también, y ambos nos volvimos fans de aquel cineasta hiper famoso.
Así que sus expectativas eran muy altas.
—Que la luz nos acompañe —pensé.
En el patio (no es patio, es… no lo sé, pero algún nombre más pomposo debe tener el patio de lo que alguna vez fue un convento, según la placa que está en la entrada) del Franz Mayer, recargadas en las paredes, se hallaban las fotografías. No tengo idea de curaduría, pero se notaba en extremo simple.
—¿Es ahí? —me preguntó mi padre.
Antes de “entrar” una señorita recibió y perforó nuestros tickets y nos indicó tres cosas muy puntuales:
1. No se puede tomar fotos.
2. No se puede tomar apuntes.
3. La exposición continúa en el segundo piso.
En ese momento yo no tenía idea de que haría un texto sobre la exposición, como para tomar apuntes y fotos de apoyo, pero de cualquier modo los primeros dos puntos me parecieron absurdos. Ya me lo habían parecido el año anterior, cuando asistí el día de la clausura (craso error) de esta misma galería y me pregunté: ¿cómo no tomar fotos de una expo de fotos?
—A lo mejor no quieren que se las fusilen —dijo mi padre.
Tenía cierto sentido, sin duda, pero no el suficiente. Y bien pude haberme quitado la interrogante con facilidad las dos ocasiones, pero en ninguna quise preguntarle a la señorita (supongo que era distinta en cada ocasión) el porqué de tan absurdas prohibiciones, y resaltando mis nefastas cualidades reporteriles, me dio un poco de hueva buscarlo en la red.
Así que avanzamos (insisto en que ya estábamos adentro).
Y le pedí a mi padre que, como en Kubrick, cada quien viera la galería a su ritmo.
Así fue.
Contrario a la ocasión anterior, en la que había tanta gente que apenas y pude ver cada imagen (les echaba un ojo rápido y a la que seguía), ésta pensé que la vería en plena calma. Pero no fue así del todo. Si bien había muchas menos personas, de cualquier modo se arremolinaban todas en en una foto y en su respectiva ficha técnica. Uno no podía detenerse a leer la información de una imagen solitaria porque de pronto ya había varias personas alrededor. Y yo sé que pos de eso se trata, de convivir con la banda mientras nos volvemos más inteligentes, más sabios (con suerte más humanos), pero algo había en la disposición del material que me impidió gozarlo como esperé que pasaría al visitar la expo un día cualquiera, no en la clausura. No soy curador ni mucho menos, pero ya desde la vez anterior pensé que algo andaba mal en la distribución del espacio. Aún no sé que sea, pero mi padre me dijo, cuando terminó su recorrido casi una hora después:
—Algo le falta. Supongo que podría hacerse mejor. Aunque abordan varios temas, como que les faltaron muchas fotos. Y como que no tiene chiste. Nada que ver con la de Kubrick.
Estaba de acuerdo con él. No tanto en su comparación final (no tiene cabida), pero sí en que la exposición del World Press Photo deja que desear. Es hasta cierto punto desabrida (que no por ser simple tendría que serlo) pese a que las fotografías expuestas son maravillosas. Es un poco confusa, pienso también. Porque aunque la repartición es temática, las categorías en las que participaron cada una de las imágenes y los lugares donde se publicaron me sonaron todas a lo mismo. Creo que bien podría catalogarse en primer lugar por este criterio, en vez del más general o evidente, que es por temas. Aunque yo qué sé de curaduría, supongo que así debe hacerse porque lo visita mucha gente.
Concluí mi recorrido también en casi una hora. Lamenté que hubo talleres y actividades extra en las que no me pude inscribir porque no me enteré (como la otra vez, y reafirmando mi chafez). Mi padre y yo comentamos las fotos que nos habían gustado (de las que apenas recuerdo ciertos datos, casi nada) y le pregunté si quería echarse un café en la cafetería que estaba a un costado, dentro del recinto, pa platicar más a gusto.
—No, mejor vámonos a otro lado —dijo, y se apresuró a salir.
Texto publicado originalmente en Code Magazine.
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