Resultaba irónico, pero en Ecatepec me sentía seguro. Pensaba en eso mirando el reflejo de mi rostro feo y recién afeitado al viajar ese día, un miércoles, hacia el exDF. Era un día nublado y triste, bastante menos trágico de lo que habían sido los días anteriores, que también eran los días posteriores al 19s, que también fue un miércoles. Miraba mi rostro en la ventanilla del Mexibus, el cual me pareció un auténtico milagro en este páramo violento en el que se ha convertido el municipio: se trata de un transporte seguro, rápido y barato, como no se había visto por la Vía Morelos hacía mucho tiempo, quizá nunca. Ya era para mí un suplicio, como lo es para todos los viajantes, trasladarme de Ecatepec hacia la CDMX, o viceversa, porque o era un tráfico del demonio, o un transporte caro, o un asalto probable y probado, o lo que fuera, pero nada bueno. Nada. En Ecatepec, sin embargo, vive mi madre y había ido a verla tras el sismo. Y ese día iba de vuelta a casa aunque tuviera, como la ciudad entera, un miedo cabrón a que ocurriera un nuevo terremoto. Iba de pie, bien agarrado del tubo, mirando a un hombre con chaleco naranja y casco del mismo tono en el que había escrita, con plumón negro e indeleble, la palabra Brigadista, o Rescatista. No recuerdo. Lo que sí es que estuve mirando al hombre un rato: era el único que iba vestido así en aquella unidad del Mexibus. Lo miré hasta que se movió de lugar (iba junto a mí), hacia adelante, quizá pensando que ya lo había visto mucho y que era yo una rata (lo soy, pero en otro sentido) y no un simple curioso que también soy y por lo cual a veces escribo. Insisto en que era una mañana fría, nublada, tempranera, y el hombre le avisó a alguien por teléfono que se dirigía hacia una de las zonas del desastre para ayudar. En mi caso acudí a una de las zonas del desastre para mirar al desastre un poco más de frente. Como el cobarde que siempre he sido, como el héroe que nunca seré. Me presenté ahí por la tarde, después de hacer ya no recuerdo qué cosa. Salí de un metro más o menos cercano y caminé hacia allá. La ciudad se hallaba tranquila, pero se respiraba un aire un tanto desolador: justo de miedo, pero con la inminente esperanza de que esa sensación iba a terminarse tarde o temprano. Hubo quien me dijo que un mes y medio después, más o menos el tiempo que ha pasado desde entonces, la gente iba a olvidarse del asunto; sin duda el ímpetu ayudador ha disminuido en las redes, pero no sé, dudo que pueda olvidarse una fecha así, en la que se repitió una tragedia vivida treinta y dos años antes, también un 19 de septiembre. Me temo que ese hecho por sí mismo es inolvidable. Y aterrador. En fin, que la zona del desastre estaba cercada por policías varios metros a la redonda. Supongo que ya no había tanta gente como en los primeros días, pero todavía había brigadistas, rescatistas (y pensé si el hombre que había visto en la mañana estaría ahí), personas repartiendo comida y curiosos que como yo no podían pasar. Rodeé el lugar por las calles aledañas y vi militares y más policías. En la avenida más frontal al edificio que se había derrumbado había algunos periodistas fotografiando los escombros y la máquina inmensa que los removía. Había más vecinos o gente que como yo pasaba por ahí y miraba. Alguien dijo “huele a muerte”, y supongo que así era aunque no distinguí un olor de otro: pensé que quizá olía a desolación. Tomé un par de fotos, fotos inútiles, y seguí caminando por los alrededores. Llegué a una calle por la que se habían derrumbado otros edificios y fracturado unos más. Era una calle en la que parecía que ya no vivía nadie, y por la que transitábamos, pensé, puros turistas de la catástrofe. La gente señalaba las señas visibles del dolor y la miseria, se llevaba las manos a la cara, se sorprendía, se lamentaba; no podían creer que eso había pasado ahí, tan cerca (o tan lejos) de ellos. Fue que tuve la sensación de que el piso se movía; era una sensación constante, que hasta hoy persiste, sentado como estoy en mi escritorio, de que de pronto las cosas se mueven, de que todavía tiembla. Tomé un par de fotos, igualmente inútiles (días después, ahí mismo, hubo lonas que vecinos escribieron pidiendo que no se tomaran más fotos, que se respetara a las víctimas; un tema para debatirse en otro momento), y continué mi caminata. Mi siguiente parada fue en un puesto de dulces cercano al derrumbamiento principal, el que acaparó los espacios mediáticos por más tiempo. Quien atendía, un viejo de más de setenta años, me dijo que llevaba ahí en su puesto los días que habían pasado desde el sismo, que no se había ido a su casa. ¿Se quedó aquí a dormir?, le pregunté, y la voz de su esposa, quien se resguardaba ahí dentro, en aquel espacio mínimo, me respondió que sí. Así la habían pasado varios días, y el hombre me dijo que era «por si su familia los iba a buscar…», aunque su casa se hallaba muy lejos, en un municipio de la periferia. Supuse que en realidad el hombre temía por actos vandálicos, pues de otro modo no tenía mucho sentido quedarse ahí tan encerrado, tan incómodo, aunque es un hecho, recapacité, que en ese preciso instante había personas a la redonda en peores condiciones. Como las ha habido siempre. La mirada del viejo denotaba absoluto desconcierto: en veintitantos años que llevaba vendiendo dulces, cigarros y revistas en ese puesto no había vivido nada semejante. Y, me dijo, esperaba no vivirlo nuevamente. Le compré a este hombre (al que no le tocó el 85) una paleta y unos chicles y seguí mi caminata. Me adentré en una calle amplia que suele ser muy transitada por autos y peatones, pero que en ese momento estaba vacía. Ella me vislumbró por detrás. Al verla levanté la mano para saludarla. No tenía idea de que vivía tan cerca de ahí, a unos pasos del edificio que colapsó a sus espaldas, cuando venía de algún otro lado y sintió la Tierra moverse bajo sus pies y escuchó el tronar de cristales y ladrillos y luego vio una nube blanca inmensa que se aproximaba hacia donde estaba y de la que escapó cruzando hacia el camellón. No podía imaginármela, pues suele mostrar un semblante inquebrantable, corriendo por su vida, a unos pasos de uno de los puntos más lastimados por este sismo que replicaba al otro dos horas después del simulacro. Y es que vive casi a contraesquina del edificio derrumbado del que he hablado, a un lado de otra construcción cuyas grietas visibles amenazan tanto a los que todavía van ahí a trabajar como a los que, como ella, viven a un lado. Eso me contó ese día (además de que pasea perros, cosa que me alegró la existencia) y caminamos hacia afuera de su casa. Ahí todo parecía bien, pero, me contó, quizá no viviría por mucho tiempo más ahí y se iría a vivir fuera de la ciudad. Entiendo, le dije, yo estuve en Ecatepec, allá también se sintió cabrón; pensé que era más seguro que en mi casa, acá al norte, pero pues en cualquier lugar uno puede valer madre. Eso dije y de pronto hubo un silencio entre nosotros, pero fue un silencio agradable y fue que nos dimos un abrazo. Nunca la había abrazado así, nunca habíamos conversado tanto, y a partir de entonces nos sonreímos a toda madre cada que nos vemos. Nos despedimos cuando una amiga suya, a quien también conozco y aprecio, llegó con la enorme y hermosa sonrisa que suele llevar casi siempre. Seguí mi caminata y me adentré en la calle donde tomé esta foto. Ahí se repitió esa sensación de que temblaba, así que me detuve, observé a mi alrededor, traté de sentir, y corroboré que no era más que ese síndrome infame que aún nos aqueja. Así fue que llegué hasta un puesto de tortas. Bendito sea yo, pensé, pues la caminada me abrió el apetito. De inmediato pedí una de salchicha, que es la torta con la que se cala cualquier puesto, pienso. A un costado, enfrente del local, hay una mezcalería a la que alguna vez he ido, que estaba abierta, con algunos clientes. Así vi algunos otros establecimientos atrás: bares, pastelerías, intentanto recuperar el ritmo previo al 19s, pero era un poco extraño que lo hicieran: se sentía, no sé, quizá poco empático, poco sensible, eso sí muy arriesgado. No me pareció lo mismo con aquel hombre de bigotes que pensé ya había visto antes en otro puesto de tortas, pues rápidamente tuvo mi pedido. Conversé con él mientras devoraba, y me contó que algo hubo de bueno con que el sismo hubiera ocurrido en la hora en que ocurrió (pasadita la una de la tarde) porque muchas personas no estaban en sus oficinas, ya habían salido a comer, y sus vidas no corrieron peligro. Este hombre estaba más tranquilo, aunque al narrarme cómo vio a la gente huir por su vida hacia la calle, desesperada, cómo se enteró de los edificios caídos a solo unas pocas calles de su puesto, el semblante de aquel hombre bigotón pasó al del cronista trágico al que le duele contar algo tan terrible. Pasaron unos días para que pudiera volver a su actividad normal, me dijo, y aclaró que era muy afortunado: «Ya ve esta pizzería», y señaló una sucursal de una cadena pizzera que estaba enfrente, acordonada porque había sufrido daños visibles (y quizá irreversibles): se veía chueca, tronada, hundida en la tierra. Me despedí de aquel hombre una vez que terminé la torta y entonces decidí que era momento de retirarme de la zona, hacia el metrobús, sobre Insurgentes. Fue que pasé junto a un edificio, también acordonado, solo, inhabitado, en una tarde que cada vez era más fría y triste, cada vez más oscura, y como un demonio agresivo que navega a través del tiempo se me apareció este letrero que no pude evitar fotografiar:
Todavía tiembla (II)

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