Éramos sombras, ciegas, que caminaban como borrachos sin memoria

Llegamos a su oficina, un día, una mañana entre semana. Ésta se hallaba en un edificio que pertenecía al gobierno de la ciudad, o del país, no recuerdo bien, custodiado por policías y por un detector de armas y metales.

—¿A qué vienen? —nos dijo la guardia, malencarada, desconfiada, conforme miraba nuestra desfachatada apariencia.

—Venimos a entrevistar al señor Emiliano Pérez Cruz… —le dijimos, al mismo tiempo, y la guardia asintió y nos cedió el paso sin decir nada más.

Al menos eso recuerdo.

Su oficina estaba en un rincón de aquel lugar, pero era una oficina de jefe, de director de área, qué sé yo. Amable, Emiliano nos invitó a sentarnos en las dos sillas que tenía frente a su escritorio. Éramos Yazmín y yo. Íbamos a entrevistarlo para un documental sobre un escritor amigo suyo, amigo nuestro, fallecido ya, al que queríamos mucho.

Recuerdo que lo primero que Emiliano hizo, además de echar el cuerpo hacia atrás sobre el respaldo de su asiento, fue sacar una caja de Marlboro rojos. Encendió uno mientras Yazmín colocaba el tripié y encuadraba la pequeña cámara Sony Handicam con la que grabamos casi todo el material para ese proyecto que, por cierto, sigue sin concluir hasta el dia de hoy.

Y fumó.

Uno, dos, tres… quién sabe cuántos cigarros se echó lo que transcurrió la entrevista, es decir aproximadamente cuarenta minutos, sin prisa, aunque de pronto Emiliano fuera interrumpido por una llamada telefónica o por algún colega que tocaba la puerta y le solicitaba algo que tenía que ver con su trabajo en aquel lugar.

La dinámica de un burócrata.

No la de un escritor.

No la del escritor que nos imaginamos, que por lo regular suele parecerse más a un vago, sin oficio, y sobre todo sin beneficio.

Aquél era un escritor con un buen trabajo (cosa muy rara).

Al final Emiliano nos vendió, o regaló, el libro Emiliano Pérez Cruz–biografía: la vida, función sin permanencia voluntaria, escrito por su colega y amiga Josefina Estrada, un pequeño ejemplar autobiográfico, una entrevista de semblanza en la que Emiliano narra los momentos más trascendentales de su vida, entre los cuales no siempre figura el escribir. O quizá no figura para nada.

De ese modo, por aquel entonces lo que sabía de Emiliano Pérez Cruz, además de que era el cronista honorífico de Ciudad Nezahualcóyotl (cosa que todo mundo ha escrito y dicho sobre él) era que hacía tiempo había dejado de escribir.

(En realidad eso quiere decir que había dejado de publicar. Vale la pena detenerse un momento en eso: no es lo mismo dejar de escribir que dejar de publicar, porque se puede escribir toda la vida sin publicar nunca nada; es un debate parecido al que uno se enfrenta cuando se habla de “a esta edad estos escritores empezaron a escribir”, cuando en realidad se refieren al momento en que empezaron a publicar… en fin, eso amerita todo un escrito aparte.)

Sabía, pues, que Emiliano había preferido la “comodidad” de un trabajo fijo, un salario, para abandonar con eso la palabra escrita, la cual lo había consagrado desde muy joven, en sus años de universitario y poco después de salir de las aulas del mismo lugar donde yo estudié y por el cual lo conocí: la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

Me permito escribir esto, sobre cómo conocí a Emiliano Pérez Cruz, porque no encuentro mejor ocasión para hacerlo. Me imagino que las presentaciones de libros para eso son: no solo para hablar bien del libro y recomendarlo, sino forzosamente para hablar del autor que se presenta (y por lo tanto, diablos, de uno mismo). Si no, cuál es el chiste.

Hace casi ocho días, Emiliano presentó el libro que hoy nos congrega, Monstruopolitanos, el título quién sabe qué número en la bibliografía del autor (hay que decir que su obra es dificilísima de hallar; solo algunos osados hemos conseguido alguno que otro ejemplar de Borracho no vale o de Pata de perro en ciertas y oscuras librerías de viejo, cosa por cierto bastante injusta para un autor que ameritaría muchos más lectores; pero ya sabemos: la literatura, la literatura mexicana, no se caracteriza por su justeza). En aquella mesa dos ponentes hicieron muy bien su tarea: uno presentó un video, un poco aburrido, retrato audiovisual de nuestro querido ‘Miliano; el otro escribió un magnífico ensayo sobre la obra toda del también autor de Ladillas, y hubo dos ponentes que medio improvisaron: uno que hizo algunas preguntas (esta táctica nunca falla) sobre el proceso creativo detrás de la obra, y una que llevó un texto que ni siquiera terminó de leer porque se me hace que no lo terminó de escribir y porque se embaucó en una diatriba que no venía mucho al caso (así como yo en este momento).

Me dije entonces: si voy a presentar el libro de Emiliano, por lo menos terminaré de leer lo que escriba. Por lo menos escribiré algo.

Así pues, como les decía, conocí a Emiliano, al autor, en la clase de periodismo y lenguaje narrativo que por aquellos días de universidad impartía David Magaña Figueroa, quien nos dio a leer un pequeño librito engrapado (de la Biblioteca del periodista, coedición con la UPN y Daga editores, sello fundado por el profesor) llamado Metronautas en el expreso de medianoche.

Nunca dejaré de valorar lo que me dio esa clase con ese y otros libros de esa colección. Entre otras cosas, la posibilidad de conocer distintas vertientes del periodismo de las que hasta ese momento nos habían enseñado (que incluían conceptos como el de objetividad, el desapego del autor respecto de su texto, una estructura inviolable de la pirámide invertida, una ética y un rigor incorruptibles, entre otras patrañas), la del llamado nuevo periodismo, el periodismo narrativo o literario, en particular el escrito por autores mexicanos, autores vivos que habían nacido en la década de los cincuenta. Porque su escritura fundía la literatura y el periodismo a través de la reina de los géneros: la crónica, donde Emiliano, hay que decirlo, es el rey.

De ese modo, además de Manuel Blanco o del propio Armando Ramírez (a quien Emiliano conoció y con quien se le comparó por ese estilo sórdido, de barrio, que abrevaba del habla popular para nutrir su narrativa), pasando por Juan Miguel De Mora o Nacho Trejo Fuentes, el trabajo de Pérez Cruz se destacaba por su fluidez y su alivianada forma de mirar a quienes nos rodean, es decir a nosotros mismos, los jodidos de la urbe, los malcriados de la industrialización, las víctimas cotidianas del sistema, mediante el más sincero de los espejos: su punzante escritura, incorrecta, carroñera, feliz, verdadera.

Fue en esa clase, y en gran medida gracias a que leí a Emiliano Pérez Cruz, que decidí convertirme en escritor. Y como fue mi costumbre hasta mi tercer libro publicado (me disculpo por el cebollazo), para el segundo, que fue de relatos, le pedí de favor que me apadrinara con un texto de contraportada para ese hijo mío medio bastardo llamado Cada monstruo tiene su debilidad. Emiliano bien pudo mandarme por un tubo, pero gustoso aceptó escribirme algo, como cuando lo invité a la presentación de mi primera novela, en el ya lejano 2012, y también aceptó estar ahí, junto con nuestro querido Eusebio Ruvalcaba Castillo.

Para entonces ya había ido una vez a su casa, donde vivía en aquellos años, que estaba más allá de la avenida Ignacio Zaragoza, en medio de un bello paraje; una casa bien chula repleta de detalles en madera hechos por la familia de carpinteros que también tiene Emiliano (pura gente chambeadora, en efecto: nada de pelafustanes como su servidor).

Me recuerdo ese día frente a él, ambos con algunas chelitas encima, sentados en la amabilidad de su vivienda conforme anochecía y él contaba una historia tras otra, sin tregua, como ha hecho desde siempre, como ha hecho hasta ahora. Ningún borracho desmemoriado, el Emiliano. Al contrario.

Quise preguntarle:

—¿Cómo fue que dejaste de escribir? ¿Por qué lo hiciste?

Pero no tuve el arrojo y en su lugar le pedí, acá de compas, el Si fuera sombra, te acordarías, porque supuse que era inconseguible y casi tuve razón: mucho tiempo después me lo encontré en una librería de viejo (y lo compré). Supuse que en aquel libro encontraría respuestas. Y sí, si uno se acerca al trabajo de Emiliano Pérez Cruz verá resueltas todas las preguntas que se tengan sobre el autor, porque en su escritura Emiliano se desnuda sin prejuicios, sin pena, y con mucha gloria conforme desnuda a los demás. Como ocurre con este Monstruopolitanos, que se complementa muy bien con las crónicas que el autor publica actual y periódicamente en Milenio, a la vieja escuela, como lobo solitario, ya lejos de la casa y del trabajo donde alguna vez platicamos, en espera de escribir por fin una novela, la gran novela mexicana (a huevo) sobre la vida godinezca, la de los trabajadores de la periferia eyectados como siempre desde la ciudad, a través de la mirada inclemente del cronista que Emiliano jamás dejará de ser. El que, por cierto, nunca dejó de publicar. Ni de escribir.


Texto leído en la presentación del libro Monstruopolitanos, celebrada el viernes 19 de julio de 2019 en el Centro Cultural José María Velasco.

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