VII
Al despertar, Frida todavía estaba ahí,
durmiendo bajo las sábanas, desnuda,
en una cama
que no era la mía.
Lo noté apenas abrir
los ojos, la luz
iluminaba todo desde aquella ventana
imposible de abrir.
Me incorporé de un salto; suelo despertar así, saliendo de súbito de la cama o de plano no salgo. Me serví una taza de café y miré la hora en el teléfono: faltaban cuarenta minutos para que terminara mi estancia en la habitación.
—Fri… —le dije conforme le tocaba el hombro delicadamente y le hablaba al oído para despertarla— voy a bañarme, tenemos que irnos en un rato.
Ella entreabrió los ojos y asintió para darme la espalda, tras cubrirse con el edredón otra vez.
El chorro de agua helada me golpeó de lleno el rostro. Tan pronto abrí un poco la caliente la temperatura se templó y entonces metí mi cuerpo panzón por completo bajo la regadera, y conforme el agua me mojó comencé a relajarme.
Habré estado unos diez minutos en la ducha. Cuando salí Frida aún dormía. Volví a acercarme a ella con un par de toallas enrolladas, una en la cabeza y la otra en la cintura, para a sacudirla un poco más y decirle:
—Fri… tenemos que irnos.
Entonces se destapó y su desnudez
deslumbró el abismo
que había en lo más profundo
de sí.
—Me baño en chinga —dijo, amodorrada, y de un salto también salió de la cama y de inmediato se metió a bañar.
Miré hacia el exterior por el enorme ventanal. Algunas personas caminaban por la acera rumbo a la feria, supuse, pero quizá iban hacia algún otro lado,
a sus casas, a una cita,
con sus amantes, tal vez,
por qué no
pensé y comencé a vestirme luego de encender el televisor en el canal de noticias. Ahí se hablaba otra vez de la reciente victoria de López Obrador. Yo había cubierto su cierre de campaña en el Estadio Azteca. Hice unas fotos y una crónica. Me enganché con su figura tras leer el libro del enorme Jaime Avilés: Amlo, vida privada de un hombre público. Un texto que procuré recomendarle (en ese entonces, en las inminentes elecciones del 2012) a todo el mundo: no solo era capaz de cambiar la intención del voto, sino de dar lecciones de cómo escribir una crónica periodística (ni qué decir que al respecto Los manicomios del poder es insuperable).
A Jaime lo conocí en la presentación de un libro de su pupilo, el periodista italiano Federico Mastrogiovanni. En la Condesa, en la CDMX. Le invité un par de tequilas. Algo conversamos, ya no recuerdo qué, pero su imagen
permanece en mí, la del maestro
que levanta su trago hacia el cielo
para despedirse.
Frida salió de la ducha unos minutos después. Yo ya estaba vestido. Había preparado las suficientes y justas mudas de ropa para sobrevivir una semana en Guadalajara, bajo el entendido de que en mi cotidianidad había días consecutivos en los que no me bañaba o cambiaba y no tenía yo mayor problema.
—Desayunemos en el comedor antes de irnos —le dije a Fri y le ofrecí una taza de café, pero no quiso. Luego procedió a vestirse. Mientras tanto terminé de preparar la maleta de rueditas que mi hermana me había prestado, y poco después salimos de ahí, ya con todas nuestras cosas listas.
No recordaba que en algún momento de la tarde anterior había llevado mi chamarra de corte vagabundo a lavar y a planchar en el servicio de tintorería del hotel. Así que una vez que estuvimos en el lobby fui por ella, con la nota en la mano. Me atendió aquel individuo amanerado que un par de días antes me había recibido ahí mismo.
Observó la nota, tomó el teléfono y pidió la prenda que/
—No tarda, señor.
Frida y yo esperamos, por mucho, cinco minutos cuando me devolvieron la chaqueta perfectamente lavada, colgada sobre un gancho de hierro y envuelta en un fino plástico.
Y así fue que nos encaminamos al comedor, que estaba lleno. Una mesa solitaria para dos aguardaba por nosotros en las orillas.
Nos sentamos.
—¿Qué vas a querer? —le pregunté mientras miraba el menú que un diligente mesero nos acercó.
—Fruta y yogurt.
—Yo creo que pediré unos huevitos con… espinaca.
El mesero se acercó de nuevo a nosotros en ese momento, y nos ofreció jugo de naranja y café, que aceptamos. Sin embargo, aunque había mesero, uno bien podía ponerse de pie y servirse a placer los platillos que tenían preparados para los huéspedes.
—Si quieres ve tu primero y sírvete, aquí te espero —dijo Fri.
Y así lo hice, según recuerdo: fui y me serví un poco de yogurth con fruta y esperé mi omelet. Frida hizo lo propio cuando fue su turno y después nos sentamos el uno frente al otro en aquella mesa lejana del comedor.
—Creo que, si quisiéramos, podríamos desayunar o comer aquí todos los días. Nadie revisa si estás hospedado o no —le dije.
—¡Sería increíble! Lástima que tengo que irme…
—Disfrutémoslo mientras estemos aquí. Provechito.
Nos atascamos con el desayuno y, una vez que terminamos, degustamos el café americano lentamente, mirando cada quien a cualquier parte.
—Esto es hermoso —dijo.
Luego nos pusimos de pie y, conforme avanzábamos por el pasillo que conducía al lobby, rumbo a la salida, me encontré con Raquel Castro, la autora de la novela juvenil Ojos llenos de sombra, a quien me acerqué luego de titubear un poco.
—Hola —le dije, finalmente.
Me miró extrañada, pues no tenía idea de quién era, por lo que me presenté y le dije que un par de semanas antes había hablado de su libro en Reactor, estación de FM donde tenía una cápsula sobre libros en el programa mañanero de Margot Cortázar, amiga mía desde el primer momento en que entré a la escuela de cine. Le dije también que Armando Vega Gil me había recomendado la lectura de su trabajo.
Entonces sonrió y nos saludamos con un breve apretón de manos. Y como ambos teníamos prisa, cada quien se fue a donde tenía que ir casi de inmediato.
Afuera la luz del sol ya refulgía con intensidad sobre el pavimento. Frida se colocó sus gafas oscuras divescas y un sombrero que no desentonaba con su espontáneo glamour. Por los tirantes y el escote de su blusa, parecía que iría a una playa y no a la central de camiones.
—Te pido un Uber —le dije.
—¿En serio, no es muy caro?
—No, para nada.
Contrario a su costumbre de viajar con muchas cosas encima, esta vez solo llevaba consigo una mochila con lo indispensable. Entre eso había una botella de agua que sacó de pronto, para beber de ella un poco conforme le pedí el taxi de aplicación, el cual tardaría ocho minutos en llegar.
—¿Y tú, a dónde irás?
—Con Vicente —le dije. El rubio editor de libros académicos se hospedaba a quince minutos de ahí, cerca de aquella fiesta que hubo del Fondo. En un hostal. Y yo no tenía más opciones: todos los hoteles cercanos a la feria estaban llenos, y hospedarme donde estaba implicaba gastar miles de pesos que no podía derrochar: el dinero del premio me serviría para sobrevivir los siguientes varios meses sin ningún apuro.
Finalmente el Uber llegó. Frida y yo nos dimos un prolongado abrazo para despedirnos.
Cuatro meses después, como ya escribí en un capítulo previo, ella trataría de matarse en el fondo del mar casi al mismo tiempo en que unas personas en las redes sociales tratarían de matarme a través del desprestigio.
‘Prestigio’, la última palabra
que debería existir
en el vocabulario de un escritor,
pensé,
mientras seguía ahí, viendo al moderno automóvil partir hacia la estación de autobuses, que llevaría de vuelta a Frida con su novio el Mecánico, ahí sí a una playa en alguna orilla de nuestro país.
Le escribí entonces a Vicente para que me mandara la ubicación del hostal. Caminé un poco mientras lo hacía, matando el tiempo mientras mi mejor amiga llegaba a su destino, para así poder pedir otra unidad que me llevara al mío.
Cuando finalmente Frikiplaza me informó que había llegado a salvo a la estación, y que ya estaba abordando el camión, pedí un Uber en dirección al hostal. La zona era parecida a… no logro identificar un parangón preciso en la CDMX, pero quizá era semejante a alguna parte de Polanco. Lo que sí era (era…era…era) un territorio hasta cierto punto residencial, con hermosas aceras (eras…eras…eras) de cuadrados adoquines y lujosos bares. Así pues bajé del Uber con mis tiliches, habiendo mediado algunas palabras con el conductor (recuerdo haberle preguntado mis dudas de principiante sobre el servicio, pero ya no recuerdo cuáles fueron estas).
Vicente, por su parte, aguardaría por mí (digo aguardaría porque tardó unos minutos en aparecerse) en la pequeña recepción del lugar que en ese momento era atendida por una joven en principio malencarada, sonriente después, a quien llamaré Alicia (a falta de su verdadero nombre). Ella me indicó los pormenores de quedarse en un hostal (que, no sobra decirlo, no sabía que se trataba de vivir en una especie de comuna). Así pues me vendió un candadito para mi locker y me mostró la habitación que, dijo, compartiría con otros tres inquilinos. No sabía en ese momento que eran tres extranjeros.
Aquella era la habitación que Vicente dejaría para quedarse una noche más en una diferente, a un lado de esa, con otros extranjeros y otros connacionales.
En ese momento no había nadie ahí, salvo Alicia la recepcionista y yo. Frente a ambos había un par de colchones individuales sin sábanas y una litera, desnuda también. Uno de aquellos colchones, señaló, era donde yo dormiría.
Y se fue.
Me senté sobre el colchón. Había un ventanal abierto, sin cortinas, que dejaba pasar toda la luz. Frente a mí, sobre la otra cama individual, estaba tendida una enorme playera negra. Una enorme playera negra con el estampado del disco Master of puppets de Metallica.
Permanecí estupefacto observándola, de quién chingados podría ser,
me dije, esa playera tan enorme, el estampado
de aquel disco infernal-
mente bueno
adornándola, adornando
aquel colchón, la habitación
entera, mi vida
entera.
De inmediato vino a mi mente una canción de aquel trallazo metalero. El intro de ‘Battery’ (qué pinche intro tan increíble), ‘Battery’ toda.
En realidad fueron tres las canciones que se hicieron presentes: también ‘Lepper Messiah’ y ‘Damage Inc’, quizá mis dos favoritas de ese álbum mítico de mi banda favorita (seguida por Marillion).
Fue así que pretendí acomodar mis cosas en el pequeño locker que me tocaba. Las saqué de ahí y probé el candadito tras extraerlo de su empaque. Volví a meter mis cosas y otra vez cerré el candado. Luego saqué de nuevo todo y lo reacomodé sobre el colchón, incluyendo lo que traía en la maleta. Fue así que eché un vistazo al programa general de la feria y con una pluma marqué los eventos de mi interés, acaso unos cinco o seis durante toda la semana.
Uno de los indispensables era la presentación de Antonio Lobo Antunes.
El otro, la presentación de Moonspell, tanto su toquín como, descubrí en ese momento (razón por la cual casi me cago ahí mismo), la presentación que habría de la biografía de la banda, llamada Lobos que fueron hombres, de Ricardo S. Amorim, donde estaría, además del autor, el escritor portugués y colega del grupo José Luis Peixoto (de él la banda adaptó su obra Antídoto), quien a su vez presentaría alguna de sus más recientes publicaciones.
Aquí está la coronación de las raíces
(colocándonos en ninguna parte).
Aquí están las risibles alas
(que nos llevan a ninguna parte),
dice la letra de ‘The Antidote’
(en alguna parte).
Entonces se apareció Vicente. Su hermosa sonrisa, sus gafas, la panza chelera bajo la camisa cuadrada.
—Gordo —me dijo. Así nos decimos de cariño.
—Gordi —le dije, también nos decimos así.
—¿Cómo ves, te late?
—Está chido.
—Y no está tan caro —dijo—. He visto unos hostales que ni yo podría pagar.
A Vicente le iba muy bien en su chamba. Era un hombre no sólo guapo sino trabajador y gustoso de vestir, comer y beber bien.
De la buena vida, pues, como a todos los hombres
nos gustaría vivir,
pero ahí estaba yo, con mi chamarra de vagabundo recién lavada y con el dinero contado en los bolsillos.
Así que revisé y conté el efectivo que llevaba. Me alcanzaba para hospedarme ahí un par de días o tres. En realidad solo quería probar un par de noches cómo me sentía en aquel lugar y, si no cumplía con mis expectativas, buscaría otro.
Mientras tanto bajé a la recepción para pagar. Alicia registró mi pago de las dos noches en su sistema y entonces procedió a darme la clave para poder abrir la puerta de la habitación.
Y es que aquella puerta no usaba llave, se abría tecleando aquellos cuatro dígitos en un pad que se hallaba donde normalmente iría una cerradura.
Algo que en mi vida había visto.
Procedí entonces a teclear la supuesta contraseña, pero me fue imposible abrirla. La recepcionista, un poco malencarada, tuvo que subir conmigo de nuevo para ayudarme y enseñarme a hacerlo. Tecleó los números correctamente y la puerta se abrió, plassshhh, frente a nosotros.
Mierda, no era la gran ciencia,
pensé.
Y me quedé así, unos segundos, frente a ella, con la cara de estúpido que suelo tener.
Se abrió la puerta y entonces, frente a mí
aquel espacio vacío
se apareció de pronto para recibirme
de nuevo.
Entré.
Me recosté un momento en aquella cama desnuda y me quedé mirando la pequeña habitación, que nada tenía que ver con la pomposa del hotel que había dejado minutos antes.
La vuelta a la realidad se me reveló
contundente,
como suele revelarse
ante los blandengues.
No pasó mucho tiempo para que Vicente me echara un mensaje en el que me decía que estaba listo para ir a la FIL y conocer, finalmente, a Antonio Lobo Antunes. Él, como ya he escrito en alguno de los episodios previos, fue quien me introdujo a este autor.
Lo hizo un día, en las oficinas de la editorial en la que trabajábamos:
—¿Te gusta la escritura de Lobo Antunes? —me preguntó mientras nos servíamos una taza de café donde estaba la cafetera de la que todos los empleados de la empresa se servían.
—La neta no lo he leído —le dije.
En ese momento me recomendó ¿Qué haré cuando todo arde?, una novela que desde el título me pareció irresistible. Casi de inmediato busqué un fragmento del autor portugués que ha sido mencionado como candidato al Nobel algunas veces.
Ahí escribe:
Estaba seguro de que había soñado aquel sueño anoche o antenoche
anoche
y por eso mismo, sin despertarme, pensaba
—No merece la pena preocuparme, ya sé de qué va
sin interés por episodios que sabía falsos
—Estoy durmiendo
me asustaron ayer, ya no volverían a asustarme
—Para qué afligirme, es todo mentira
Nunca antes había leído algo parecido: aquella era una escritura exigente, como diría mi amigo editor de libros periodísticos Henry Miller (quien amerita una crónica aparte sobre nuestras andanzas); abigarrada, lírica y oscura como ella sola. Incomprensible a veces, poética siempre, podría parecer que Antunes establece una barrera impenetrable entre él y el lector.
Que terminará por derrumbarse, me temo. (Y me doy cuenta ahora de su posible influencia en esto que escribo.)
Para este viaje llevaba conmigo Mi nombre es Legión, novela de la que tomé prestado el nombre para titular el tercer disco de Asedio, donde toco la batería de vez en cuando, y que comencé a leer poco después,.
Mientras tanto estaba ahí, recostado en la cama cuando Vicente tocó la puerta y me levanté para abrirle.
Para abrir, por suerte, no eran necesarias contraseñas.
De nuevo me recibió sonriente.
—¿Listo? Vámonos —dijo.
Nos fuimos.
Supongo que pasamos por algo de comer antes de entrar a la FIL. Es posible. Y que de ahí entráramos y nos separáramos para ver un rato la feria a placer. Es posible eso, pero también que cada quien llegase por su cuenta; que en realidad la escena en la que toca la puerta no ocurriera, y que yo me fuera solo sin él,
sin nadie más que
conmigo.
Lo que sí recuerdo bien es haber llegado quince minutos antes de la presentación de Antunes, en aquella sala inmensa y repleta, apartándole un lugar a Vicente porque iba tarde; una cosa que no disfruto hacer (apartar lugares a la gente que va tarde).
Tan tarde que terminé dándole el asiento a una mujer cuyo esposo tampoco llegó a tiempo, como sí lo hizo Antunes, quien puntual arribó ante la concurrencia que lo recibió entre aplausos.
Texto publicado originalmente en CanCerbero.
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