1.
No hay de otra: se escribe para sobrevivir.
Y ustedes dirán: cómo es que un tipo con aspecto de vagabundo puede afirmar eso.
Pasa que no tiene que ver con el dinero (ni con la apariencia). Si bien escribir podría volverte rico (existen algunos casos de autores que se hicieron millonarios con algunos de sus libros), no es lo que uno busca cuando se pone a aporrear las teclas que contienen el alfabeto.
Lo que uno busca es, en principio, y entre otras cosas, sacarse algo de dentro. Comunicarse con el mundo exterior de esa forma específica: a través de la palabra escrita. (No confío en quienes dicen escribir para sí mismos: al final, si es así, lo mejor sería hablarle a una grabadora.
O acudir a un psicólogo.)
Se escribe, pues, y aunque no se quiera, para que alguien lea lo escrito. Alguien, no se sabe quién, que pueda conectar con aquellas palabras. Insisto: escribir es una forma de comunicarse, heredera de las formas primigenias que el hombre concibió para advertirle a los otros de los peligros que implicaba cazar, por ejemplo, a un mamut.
Se escribe, se narra, les digo, para sobrevivir. Para decirle al otro cómo hiciste tal o cual cosa, cómo experimentaste tal o cual suceso, cómo te fue a ti en esta vida, a veces tan terrible; para aprender, entonces, y, de ser posible, evitar correr ciertos riesgos. O vivir algunos, sin necesariamente vivirlos.
Se escribe para ser empáticos, para ponerse en los zapatos del otro.
Desde luego esos no son los únicos fines de la escritura. El más común y por todos conocido tiene que ver con esa palabra peliaguda llamada arte. Sin duda lo es, la escritura, una forma del arte: algunos escritores han conseguido obras inmortales. Ahora mismo podríamos mencionar diez. O cien. Y dichas obras se las atribuiríamos a una gran sensibilidad y a una gran capacidad de expresión de parte de sus creadores. De decir, como escribí al principio, lo que se lleva dentro de una forma en que nadie más podría hacerlo. En eso, me temo, radica lo artístico.
Así que sostengo que alguien que quiere dedicarse a escribir debe tener un mínimo de eso: de sensibilidad y, ahora que lo menciono, de expresividad. Pero quizá sea ese el último grado de los que, bajo mi perspectiva, son los principales tres niveles del oficio de escribir.
Uno muy relevante, desdeñado por algunos, pero que quizá sea el primero en importancia, es la inherente cualidad terapéutica de vaciar por escrito lo que uno esté atravesando en el momento. Lo confieso: no tiene mucho que, luego de haberme bebido unos tragos, y tras pasar un trago amargo, las palabras comenzaron a querer salirse, juntándose todas en un torrente imparable apenas contenido por mis dedos. Por lo que corrí a un documento en blanco y me puse a teclear. El resultado fue una especie de poema que en mi briaguez no dudé en compartir en mis redes sociales. Recibí algunos likes (quizá me dé oportunidad de hablar en este texto sobre el ego de los escritores, pero si no me da mejor, porque es una pérdida de tiempo) porque, intuyo, algunos de mis contactos se sentían tan de la chingada como yo (no es que lo que escribí haya sido escrito muy bonito, no necesariamente), tan adoloridos, tan por la mierda.
Tan de esa misma forma en que nos hemos sentido todos alguna vez, muchas veces.
Y entonces uno sobrevive al expresarse sobre la hoja que principia en blanco. Una vez que inicias un texto (y más aún si se culmina), uno experimenta una especie de alivio, de sanación instantánea casi infalible. Yo no sé cómo es que la escritura no forma parte esencial de ciertos programas terapéuticos (y aquí les guiño el ojo a los presentes). Supongo que, como eso lo he platicado tantas veces con quien me invitó el día de hoy, es por eso que estoy aquí.
Entonces, insisto, la escritura resulta terapéutica. Debo confesar que me ha salvado la vida varias veces. Lo digo en serio. La situación anterior que describí (el poema que publiqué en mis redes) es un chiste si lo comparo con el hecho de haber escrito una novela en el momento de mayor crisis que he experimentado, hasta ahora, en mi vida. (Esa novela ha sido muy afortunada y goza de muy buena salud. Me ha dado tanto que no tengo como pagarle; desde luego que le agradezco mucho.)
La comencé a escribir cierto día, con la esperanza de que la leyeran mis amigos, con la esperanza de que se pasaran un buen rato al hacerlo. Esa es mi única aspiración como escritor: que quien lea lo que escribo se la pase bien como yo me la paso escribiendo (espero profundizar en eso un poco más adelante; si no lo logro, discúlpenme). En fin, que la novela terminó ganándose un premio y publicándose. Luego acarreó no solo fortunas, trajo consigo algunas desgracias, pero aún así ha sido de las cosas más agradables que he podido experimentar.
Aquí debo aclarar entonces que la búsqueda de la escritura nunca será la publicación. Como diría Eusebio Ruvalcaba, maestro de maestros que ayer habría cumplido 70 años (les leo esto un 4 de septiembre de 2021), “se escribe por que se escribe. Cualquier otra razón es improcedente”. Lo cito de memoria. Él fue quien me guió en mis primeros pasos en esta sinuosa curva que es la carrera de un obrero de la palabra escrita.
Uno, entonces, no escribe para tener fama, fortuna, éxito y gloria. Se escribe para ser a través de lo escrito, para sobrevivir en este mundo adverso, para ayudarle a los otros a hacerlo.
2.
Mark Richard, el escritor estadounidense de quien robé el título de su ponencia para el taller que emprenderé en este centro, dijo en esta que la escritura solo es catártica o terapéutica si te ayuda a entender. No lo hace más fácil, dice, no lo hace mejor, pero ayuda a entender.
En la contraportada del su libro autobiográfico Casa de oración Nº2, se puede leer:
El padre, violento e impredecible, no está, aunque tampoco es que importe mucho porque cuando está es como si no estuviera, se pasa el día bebiendo, lamentando la rendición del general Lee y el desmoronamiento del viejo Sur. Su hijo, Mark, ha nacido con una deformidad en las caderas y va a pasarse la infancia postrado en la cama, entrando y saliendo de quirófanos y hospitales para niños lisiados. El médico ha dicho que, a partir de los treinta, vivirá condenado a una silla de ruedas. Así que el tiempo apremia. A los trece, pese a su discapacidad, Mark ya es el locutor de radio más joven del país. Lee mucho, se mete en problemas, duda de su fe, abandona los estudios y se dedica a faenar durante tres años en barcos pesqueros. Trabaja de fotógrafo aéreo, pintor de brocha gorda, camarero e investigador privado. Y el día que vence el plazo establecido por el médico agorero, se muda a Nueva York, gana un prestigioso premio literario y emprende una exitosa carrera de escritor.
Y aquí les digo, tras haber leído eso: cómo Mark Richard no iba a ponerle a su ponencia «Escribir como remedio» (y cómo yo no iba a robarle ese título para el taller). El autor sureño reflexiona en dicha ponencia sobre eso, sobre su relación con su padre ya muerto, la cual, asegura, ha ido cambiando a lo largo de los años conforme él mismo fue padre después. Conforme los años transcurrieron.
Y entiende. De lo contrario, la escritura no le sirve.
Y asegura que escribir es difícil. Y vaya que lo es, sí que lo es, aunque no por eso no es una labor feliz. «Muchos escritores son personas infelices», dice, y es cierto. «Pero encuentran en la escritura un momento de felicidad». En eso estamos de acuerdo. Para mí el acto de escribir es encontrar un oasis en medio del desierto de la infelicidad cotidiana, si se me permite tergiversar un poco el lugar común.
Y les digo: todo mundo puede escribir, pero no todo el mundo puede ser escritor. Y está bien. No pasa nada. No es necesario padecer la tumultuosa carrera de escribiente para poder escribir de vez en cuando. Esa es la idea de este taller. Que quien participe pueda narrar brevemente (en media cuartilla, no más), sobre algunos aspectos de sí mismo, de su vida, de las personas que conoce, de los demás y que de una u otra forma eso le ayude a comprender su mundo. Probablemente eso no lo cure, no sé si curar sea la palabra adecuada, me temo que no, y probablemente no lo haga olvidar, pero tampoco se trata de eso. Como dijo Mark Richard, se trata de entender. De entender quiénes somos. Algunos llevamos más allá ese entendimiento y lo volvemos una profesión, una forma —arriesgada— de vivir, pero, insisto, no es necesario que todo el mundo aspire a eso, a que su trabajo sea muy bueno y aplaudido, que de aquel texto de media cuartilla se diga: «Miren esta obra maestra». No. No se trata de eso. Supongo que, por el contrario, la gente, toda, bien podría emprender algún tipo de proyecto escritural en algún momento de su vida, con la finalidad de entenderse a sí misma; como quizá también debería aprender un instrumento musical sin que la búsqueda sea dominarlo y convertirse en un virtuoso, sino desarrollar ciertas habilidades del cerebro que se desarrollan cuando logramos hilvanar una nota musical tras otra. Lo mismo pasa con la fotografía, y así podría enumerar otras varias actividades, incluidas las deportivas, que cualquier persona podría practicar con la finalidad de ser un mejor ser humano, no un mejor músico, deportista o escritor.
Sobre el ego (vaya, sí me dio tiempo, aunque sea poquito) puedo decir que, para este taller, habrá de dejarse a un lado, tirarse a la basura de ser posible, y estar dispuesto a escuchar y aprender. Entre otras cuantas reglas que ya les contaré si se inscriben.

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